“En tiempo de guerra y cuando la fortaleza está siendo asediada, cualquier disidencia es traición”
San Ignacio de Loyola
Mientras escribo esto, afuera se oyen los bombazos, llueven balas. Trato de no escuchar. Durante mucho tiempo no quise escuchar ni saber nada. Todo estaba bien mientras pudiese adquirir los vinos o las camisas italianas que me gustan con recargo a mi tarjeta, escuchar la música que amo, leer los libros que atesoro, realizar repentinos y fugaces viajes a paraísos ocultos o por descubrir y escribir, escribir, sin tener que responder a nada ni a nadie, salvo a mi talento y a mi casa editorial. Pero afuera están disparando y la música no alcanza a ocultar el terrible ruido, ni los gritos, ni las escaramuzas. Me dijeron que encendiera la radio y sintonizara onda corta, pero eso a la larga me produce mayor ansiedad. A ratos no tenemos telefonía celular ni internet y las redes fijas se encuentran intervenidas. Todo puede ser usado en nuestra contra. En suma, nos encontramos prácticamente aislados del mundo, en estado de sitio. ¿Esa no era una película de Kosta Gavras, de mi ya lejana infancia? Sin embargo, ayer logré hablar con unos amigos en Madrid, están aterrados, pero más debiéramos estarlo nosotros, si viéramos lo que ocurre a escasas cuadras, en los barrios de la periferia, en las grandes ciudades.
Esto se veía venir, era como el cuento de Pedrito y el lobo. Ahora muchos lobos andan sueltos allá afuera, una jauría, un tropel sanguinario, ejecutando una noche de San Bartolomé en el Caribe, pero yo me encuentro a salvo por el momento, al menos, eso creo.
Fue demasiada la vorágine que se vivió durante los últimos años, los últimos meses, demasiadas transformaciones no podían ser toleradas por los amos del mundo. Demasiado vivir al filo, haciéndole morisquetas al Imperio y así nos está yendo ahora luego de esa ingenuidad de nuestros mandatarios por querer ser libres y soberanos. Todos fueron cayendo, uno tras otro. Otra vez nuestro continente, la Tierra de Gracia, de las utopías, era el epicentro de la muerte.
Después de las proclamas, del delirio, después que el máximo líder, el amado líder de las masas que auparon este proceso, desapareciera envuelto entre humo, todo fue oscuridad. Como una leyenda, quizás viva oculto por el infinito amor del pueblo, por las infinitas ganas de que esto sea mentira, una horrible pesadilla colectiva de la que despertaremos pronto y se encuentre en algún lugar preparando a las fuerzas leales ahora dispersas. Pero los satélites pronto darán cuenta de su paradero, así como lo harán los traidores que en esta hora salen a la luz como flores putrefactas. Cuando logramos acceder a internet sólo encontramos algunas páginas informativas. Otras, ya fueron bloqueadas.
Muchos han muerto la última semana; otros, tragados por la tierra, por el agua, o sobreviven en subterráneos, formando parte de la resistencia. Murmura la gente y esconde la mirada. Tanta historia que no sirvió de nada cuando la rueda dio vueltas y todo se está repitiendo, pienso, mientras me sumo a una fila e intento comprar cigarrillos. Los mejores hombres y las mejores mujeres de esta tierra entregando su sangre y allá lejos, en las colinas más altas, en las más luminosas, brindan y ríen felices por el éxito alcanzado los que siempre fueron amos.
Yo, que soy tan egoísta y cobarde, he negado cuando me han preguntado por algunos nombres, algunos rostros. Tengo una vida social muy amplia, me excuso, todo el mundo me conoce, pero en realidad frecuento a pocas personas. Por mi enfermedad, ¿sabe? Me resistía al principio a quemar algunos libros, sacrilegio, pensé, pero después me apresuré a deshacerme de cuanto papel o archivo o disco pudiese incriminarme. Mi desmemoria es proverbial, digo para disculparme. Lo es también mi espanto frente al dolor. Algunos manuscritos están ya a resguardo en Barcelona y París. No así los seres humanos de esta tierra.
La verdad es que no me involucré en nada serio, salvo durante mi época universitaria. Pero entonces era la moda ¿no? ¿Cómo no admirar a los barbudos de la Sierra Maestra o a Cohn-Bendit y su pelo rojo arengando a la juventud parisina? Yo también lucí en aquel lejano entonces, una descuidada barba rubia de poeta y chaquetas de fina gamuza o pañuelos de seda al cuello que mis tías me traían de sus viajes a Milán. Mi participación no fue más allá de algunos escritos incendiarios, de histriónicas lecturas efectuadas en el ágora de mi Alma Mater que arrancaban aplausos sobre todo entre el pequeño séquito de estudiantes de Letras que adoraban mi barba, la forma soñadora en que las miraba y mis pañuelos. Pero con los años sobreviene el cinismo o los privilegios o la adiposidad o el cansancio y me costaba seguir creyendo en estas nuevas oleadas de fervoroso e ingenuo ir al encuentro del destino, la gloria, la libertad, la Historia, con jubilosas y sudorosas masas embanderadas que cambiarían el curso de la Humanidad. No era acerca de eso que escribía, no era lo que se vendía y muy en claro lo dejó mi editor. Las cuantiosas ganancias producidas daban fe de ese acertado criterio y de la moda imperante y yo, que siempre estuve a la vanguardia, me plegué a sus designios con placer, sin chistar, sin cuestionar. En pleno siglo XXI cuando hacía poco tiempo se había decretado el fin de las ideologías, de la Historia y de los fuegos libertarios, a pesar de la miseria del mundo ya no creía en nada, excepto en la feliz inconciencia que me proporcionaba una vida cómoda, mullida, hedonista y autocentrada, sin demasiados sobresaltos emocionales. Cómo creer cuando por eso, probablemente esté muerto el único ser que he amado.
Había escuchado y formado parte en muchas conversaciones, se decían tantas cosas en las reuniones sociales, en casa de algunos Ministros, del entonces Secretario de Relaciones Interiores, casado con una de mis primas más queridas o de otros amigos de cierta influencia en el mundillo político: complots, intentos de magnicidio. Los secuestros de personalidades estaban a la orden del día. Mas, otras intuiciones fueron producto de ese rumor que saturaba el aire, de hilos que reunía en mi mente, como capturados y con los que armaba un larguísimo texto que me decía que esto terminaría en tragedia. Bueno, quienes hacemos frecuente uso del talento literario hemos adiestrado una cierta intuición que muchos llaman habilidad para ficcionar o creatividad. Pero cómo advertirles que era realidad y no una historia contada por mí. Que se intentaría borrarlos de la memoria de los otros. En realidad, cómo impedirles que fuesen al encuentro de lo que ellos sabían era un destino trazado como en un mapa desde el Pentágono. Se trataba de un libro que escribíamos todos, en el que cada quien representaba un papel: traidores, héroes o heroínas, cobardes, viles o víctimas, algún impreciso indiferente, según el reparto, pero una historia de la que desconocíamos el final, aunque bastante habíamos trabajado para tener lo que teníamos, para ser lo que éramos, para exhibir responsablemente, el rostro que cada uno ostentaba. Me refiero al verdadero rostro, al que se oculta tras la máscara de la representación, donde las máscaras sacrificiales correspondían a aquellos que pronto serían inmolados.
No había que ser mago o demiurgo para entender, porque había demasiado odio en las miradas de los otros, demasiada sed de las riquezas de este riquísimo reino, sed de venganza, de revancha, demasiada miseria humana, demasiada oscuridad en esas almas que ojalá se lleve el diablo y pronto. Chacales que ahora ocupan las pantallas, aparecen en las portadas, ríen con cinismo y posan junto al embajador imperial, a los militares traidores, mientras el mundo observa atónito; Pero ya se le pasará, porque todo pasa, y el mundo es olvidadizo y sólo quedarán unos pocos para recordar y empezar un nuevo ciclo, algún día, desde las cenizas en que se están convirtiendo hoy nuestras ciudades.
Sin embargo, los rumores no cesan de llegar a mis oídos y a estas horas tan menguadas sólo quiero saber de música y joing y mucho vino para no pensar en si vive o no, en qué sótano o en el fondo de qué mar. Los alzamientos se producen a cada instante y lo imagino coordinando algún pelotón, no será nada fácil someterlos ni a él tampoco, que no se sometió nunca a nadie. Sonrío vengativo, pensando que les saldrá muy caro apoderarse de este reino de lo posible, a donde llegué también un día buscando precisamente eso, la posibilidad de un destino y la fama o el prestigio que ahora me cubre y quizás me salve, pero no a los otros.
Y aquí me encuentro ahora, sin joing (mis proveedores se dedican a otros menesteres mientras las cosas se apaciguan, según me ha dicho, sigiloso, uno de ellos), con escaso vino en mi pequeña pero selecta bodega, sin teléfono, una televisión desquiciada, desquiciante y un silencio ominoso a mi alrededor. En la mañana compro el periódico, pero no dice nada, ni siquiera entre líneas algún mensaje que sirva para abrigar esperanzas. Al final, algunos nombres de muertos en enfrentamientos. Los protocolos de trayectoria balística jamás aparecerán, o lo harán en 10 o 30 años, para atestiguar que no todos murieron en enfrentamientos, sino ajusticiados, me dice un viejo amigo médico. Muy temprano lavan las calles, lo que jamás se hizo antes. Accidentes de tránsito, dice alguien sin mucha convicción. Venid a ver la sangre por las calles, pienso, parafraseo, murmuro.
Así, esta tierra otrora luminosa, destinada a guiar como un faro al mundo, hoy es silencio y sangre. Pero no hay mucho silencio, o no todo el que ellos quisieran y yo no sé dónde están mis muertos. Dicen que la Morgue es una pestilencia y que la resistencia se lleva a los suyos para darles sepultura y evitar la exhibición macabra. Algunas voces se alzaron indignadas, que era demasiado bárbaro el espectáculo, dijeron, que comenzaban a mostrar imágenes en las televisoras europeas y eso no era bueno para el nuevo gobierno y sus nuevas, democráticas autoridades autoproclamadas. Por eso ya no los exhiben en la plaza pública, como escarmiento para los que vendrán. Sólo pretenden impedir las habladurías internacionales y que no nos vean como unos salvajes tercermundistas. Lo cual no impide que las torturas y los crímenes sigan cometiéndose. Del otro bando no son pocos los caídos. Quién sabe cuál sea la cifra real. Pero la angustia no acaba y nada puedo hacer sino comprar el periódico todas las mañanas, revisar mi correo, ir a los cafés cada día más vacíos para buscar alguna señal, algún gesto o mirada, alguna frase que me diga qué está ocurriendo entre tanta confusión y locura. Tanta palabra, tanto discurso, tanta máscara al fin cayendo, revelando la ignominia de los que creíamos fieles e incorruptibles.
Algunos de mis parientes celebraron con champagne aquel día, no recuerdo si lloré, sólo la sensación de estupor, de pérdida irremediable, como cuando era niño y murieron mis padres, algo así como ahora nadie podrá salvarme ni protegerme.
Mi pent-house, mi torre de marfil se ha convertido en centro de reuniones. Si antes lo fue por asuntos relacionados con el trabajo, ahora lo es por cuestiones políticas. Sé que no levantaré muchas sospechas, pues soy un personaje célebre, de reconocida extravagancia, de escasas luces en materia política. Al menos me cuidé de jamás pronunciar alguna palabra que levantara sospechas, dejando siempre en claro mi ignorancia. Aquí convergen de vez en cuando algunos vecinos que, ruego a Dios no sean agentes dobles y cuatro o cinco amigos que se turnan en sus visitas. Nadie tiene inmunidad y tampoco hay que excederse ni creer que el enemigo es estúpido, por muy bruto que sea o parezca. Aquí llegan las escasas novedades y se reparte alguna información que es necesario verificar a través de conocidos confiables. Así nos enteramos de lo que ocurre en otras ciudades, qué generales u otros oficiales son leales, con cuánta tropa cuentan, porque de las milicias, nadie supo nunca la cifra exacta. Se especula que son varios miles. Hay racionamiento, faltan algunos productos. Se supone que sigo siendo el más burgués de todos y puedo hacer que se trasladen o ayuden a sus diversas causas, como localizar detenidos, contratar abogados, conseguir algún salvoconducto, emitir y firmar un cheque. Por lo general jamás pregunto qué hacen con el dinero. Es mejor así, apenas soy un viejo excéntrico, un poco enfermo, un poco raro, al que le gusta ayudar a los necesitados.
No puedo viajar a mis paraísos, en verdad, ya el paraíso no existe. Hay que tener salvoconducto y es un trámite al que poco quiero arriesgarme. No toleraría interrogatorios a manos de gente zafia, apenas sirvientes de los amos de hoy, de esa derecha ignorante a la que siempre desprecié. Pero quisiera saber de mi hermano. Incendiario, bendito, loco. Me llegó una voz confiable para indicarme que las niñas estaban bien, un poco atemorizadas como todo el mundo por estos días, pero a resguardo, en un pueblo montañoso. No logro comunicarme con un cónsul amigo, me debe favores, tendrá que sacar a las niñas de esta locura.
Cuando he bajado a uno de mis inútiles paseos, encuentro en el pasillo a las vecinas sirias del 411. Están consternadas, la señora que viene a hacer la limpieza todas las mañanas habla de dos muchachos y una muchacha que se llevaron la noche anterior, antes del toque de queda, acusados de
servir de enlaces. Trabajaban cerca de aquí, los conozco, por lo menos a ella, porque una vez le autografié un libro. El viejo fascista del 304 que se emborrachaba cada fin de semana y brindó el día que las fuerzas leales al gobierno cayeron, hoy sigue emborrachándose pero por causa de su hijo que se encuentra desaparecido, también desde anoche.
Hay amigos que ya partieron al exilio y es mejor que así sea, nada iban a hacer aquí y en otros países, según me escribieron, entre el desorden, conforman agrupaciones y redes de solidaridad que pueden ayudar. El resto se ha sumergido sabe Dios en qué penumbras, o luminosidades o cielos o vacíos o misiones secretas. Depende de qué sea aquello en lo que crean. Depende de si tienen cuenta bancaria en el exterior o la suficiente valentía para luchar por el sueño derrumbándose a pedazos. Yo me quedo porque temo y el temor me paraliza o espero algo que no vendrá. Por eso bebo, escribo, aguardo.
Nuevos apagones indican un foco de resistencia hacia el oeste, es un ataque a centros urbanos, por parte de milicianos, esa reserva que según me han dicho, está constituida por pequeños héroes y heroínas que ofrecen sus vidas como flores. Necesario es vencer, recuerdo. Otros decían que sólo la libertad importa aún a costa de ofrendar la vida. Algunos no tuvieron suficiente tiempo para recibir entrenamiento, otros se suman a este combate desigual, a esta guerra asimétrica, por la premura que requiere salvar a la Patria, porque se trata de ésta o de la Muerte. Durante los primeros días algunos batallones leales repartieron armamentos a los civiles y sacaron unidades a las calles para defender al gobierno en peligro, pero en otras ciudades, gobernadores y alcaldes corrieron prestos a ofrecer sus servicios a las nuevas autoridades sin que éstas últimas siquiera los solicitasen. Así de pusilánimes fueron. Tampoco faltaron los infiltrados al interior de las milicias revolucionarias.
Por onda corta se lanzan encendidas proclamas, una grabación con la voz del máximo líder para elevar la moral de los combatientes hace arrancar lágrimas a sus seguidores. A mi amiga se le nublan los ojos. Yo solamente fumo y escribo y la luz de la pantalla transforma la máscara en que se ha convertido mi rostro. Pero después me ordenan que mejor me oculte, que balas perdidas han herido o matado a más de uno, que no importa que estemos en el piso 19 y que probablemente el apagón llegue a nuestra zona residencial porque los disparos se escuchan cada vez más cerca.
Permanecemos en el suelo por horas, sin luz, en silencio, contando ráfagas, viendo los resplandores que iluminan la ciudad, escuchando los gritos cada vez más cerca, imaginando los muertos en las
calles, en las escaleras. Alguien dice que parece que rompieron la tubería de gas, o que explotó una bombona en un edificio contiguo. El peligro es inminente, pero no podemos salir, sería peor. No queremos morir gaseados, hecho añicos producto de una explosión o baleados por fuego cruzado. ¿Tendré al menos la libertad para escoger qué muerte es la que deseo? Siempre imaginé que tras el agotamiento final escogería mi bañera de anticuario, sales y una suficiente dosis de veronal o de valium. Dormir por fin plácidamente.
Una mujer grita en algún apartamento vecino, voces destempladas llegan de todos lados. Dicen que se encuentran al interior del edificio pero no sabemos quiénes son. En todo caso, cualquiera que sea el bando, estamos jodidos, pienso.
Yo, como cualquier artista, no deseaba involucrarme en discusiones banales y vulgares, eso ya lo he mencionado antes. Pero si lo digo ahora es para explicar la existencia o no existencia o la presencia de él en mi vida. Yo, que sólo deseaba escribir desde mi torre y arrojar, de vez en cuando, si me fastidiaban demasiado o quedaba en evidencia la estupidez de alguno de ellos, dardos a ambos bandos. Y cuando la urgencia histórica me exigió que me pronunciara, decliné graciosamente una y otra vez y no adscribí a ningún partido o ideología, al menos públicamente. Principios, cobardía, mi forma de guardar distancia, de mantener la objetividad, justamente en un momento que exigía fijar posiciones, lo ignoro. Lo único que tengo claro, mi única certeza es que el fuego de sus palabras y su mirada fueron lo único que logró seducirme y aproximarme a sus ideales, a su lucha, que no era de él exclusivamente, sino que era una lucha que pertenecía a muchos, que abarcaba a la Humanidad que él amaba. Pero en realidad, ese deslumbramiento ocurría a todos y a todas quienes lo escuchaban alguna vez. Yo no fui la excepción. La superficialidad campea por todas partes, tanta traición es la mejor evidencia. Así pensaba por aquel entonces, que en realidad no fue hace mucho tiempo. Cuando repentinamente desapareció de la vida pública, no sospeché que ya sabía lo que sobrevendría y se preparaba para los duros tiempos como tantos otros y otras.
No es que creyera en las palabras de Brecht, con aquello de que ahora venían por mí. En realidad, cuando sentí un ruido cerca de mi puerta no pensé ni que venían a buscarme ni que era mi oportunidad de congraciarme con esa resistencia que otrora me solicitó redactara algún escrito o que la Historia me absolvería por los pecados de pensamiento, palabra, obra u omisión cometidos (en todo caso podría acusarme, Padre, de lo último antes que de los primeros).
En realidad, algo me empujó hacia la puerta y no hice caso de las voces a mi espalda. No fue ningún arranque de repentina valentía ni oculto heroísmo de mi época universitaria, más bien curiosidad, deseo de salir de tanta angustia, de tanta incertidumbre, de enfrentarme quizás conmigo, porque el que va hacia sí mismo corre el riesgo de encontrarse consigo mismo. Era el deseo de saber, de ver con mis propios ojos esta realidad que golpeaba cada día a este país.
Me costó encontrarlo, entre tanta oscuridad, entre las macetas de helechos y rododendros bajo la escalera, vi un pequeño bulto que apenas se movía. Respiraba y era humano, no cabía duda. Escuché el rumor como de un río, algunas balas dieron en la bomba que suministraba agua al edificio y ahora corría hacia la calle, se mezclaría con la sangre, lavaría las aceras, mas no los pecados. Mañana no habrá con qué bañarse, tuve el descaro de pensar cuando cerca de mí, alguien estaba muriendo y afuera quizás cuantos más. Miré por el ventanal y sólo percibí sombras dispersas huyendo. A lo lejos, unas casas ardían, pequeñas hogueras que iluminaban la noche.
Él no podía sostener el arma y yo temía empuñarla, no sabía por dónde asirla, por el riesgo a que se disparase y revelara el escondite del muchacho. Noté que era muy joven, muy menudo, quizás 20 años. No más. Lo alcé como pude, su sangre manchó mi camisa y lo arrastré hacia dentro. Todos enmudecieron ante el espectáculo que representábamos y vernos entrar, si ya estábamos en peligro simplemente porque sí, pues ahora de seguro nos metían a todos presos, en el mejor de los casos. Y todo eso por mi sartreana angustia, por el irracional impulso de vieja chismosa que me hizo ir a ver qué ocurría del otro lado de mi puerta.
No podía hablar y temblaba, intenté tranquilizarlo diciéndole que no lo entregaríamos al enemigo. Yo también temblaba, por un instante pensé que sería él. No es un soldado, murmuró una amiga aliviada. No había reparado en el uniforme de miliciano, en la sencilla banda cosida al brazo, en las ocho pequeñas estrellas salpicadas de sangre. Mi otra amiga, que era la más práctica de cuántos nos encontrábamos allí, fungió de enfermera, buscó alcohol, unas vendas, con la luz de una linterna, entre tanta sangre encontró la herida. Traer un médico era impensable a esas horas, habría que esperar que amaneciera, pero en el tercer piso vivía una estudiante de medicina, dijo un vecino, claro que simpatizaba con el bando enemigo, responde otro. Fueron a la cocina, le trajeron algo caliente de beber y unos calmantes, lo acostaron. Por lo menos no se nos moriría en el recibidor. Ya veríamos cómo contactar a alguien de los suyos, dije. De los nuestros, me corrigieron. Sí. Mañana movilizaríamos a nuestros contactos, lo pondríamos a salvo. Mientras, es mejor que duerma. Eran casi las cuatro de la madrugada. Yo por lo menos, velaría su sueño, velaría el de todos, olvidé señalar que desde que esto comenzó, apenas si logro conciliar el sueño. Trato de recordar cuáles fueron las últimas palabras que me dijo, antes de verlo desaparecer de la vida pública y de mi propia vida.
Reflexiones acerca de América Latina, ensayos políticos, literarios, noticias y algo de mi narrativa.
domingo, 21 de septiembre de 2008
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Mirando Valparaíso desde el Cerro Cordillera, 2002

Mi casa era el viento ululando por Valparaíso,/las luces de Quintero/los perros vagos deambulando por las calles.
En las alturas titeremundanas
John Márquez tras la cámara y Rodrigo Acosta en la dirección del programa infantil Títere Mundachi.
En el bosque titeremundano...
Aunque algunos parezcan mutantes... Noo! Es Títere Mundachi
Grabando en Mérida el programa infantil que dirige Rodrigo Acosta. Un montón de locos creativos con él a la cabeza han dado cuerpo a esta serie televisiva.
En pleno rodaje y con mucho frío.
Un felino porteño

Personaje característico de las calles de Valparaíso, visto por Marcela Latoja.
La ciudad que se deshace lentamente.

Siempre Valparaíso, por Marcela.
Subiendo hacia el Cerro Concepción.

Los colores de la ciudad. By Alex Aguero.
Siempre presente... Allende.

Bajando por Almirante Montt, hacia Plaza Aníbal Pinto. Otra foto de Alex Aguero.
En pleno Almendral, mi escuela.
Escuela Ramón Barros Luco, Valparaíso. Es una construcción que data de 1926 y debe su diseño al arquitecto Alfredo Azancot. Conjuga diversos estilos y aunque ha sido modificada en su interior, aún conserva su misterio, como sus fantasmas, por ejemplo. Quienes estudiamos allí tenemos más de una historia al respecto.
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