Para Marcela Latoja
Este es el recuerdo de una mañana que algunos dirán, inexistente.
La mañana de un tiempo lejano en mi
memoria, de un tiempo que se quedó ahí, junto a las palomas batiendo sus alas
en la ventana, de esas que me atravesaron el pecho como el Espíritu Santo con
sus alas. Si el Espíritu Santo las tuviere. Si el Espíritu Santo existiese.
Eso sucedió una mañana interminable y eso que el tiempo corría tan aprisa, pero,
cosa extraña, esos pájaros en mi ventana
impedían su avance. Eran, en realidad, unas aves que nada tenían que ver ni con
el paso del tiempo ni con la relatividad ni con nada, pero allí estaban: ellos,
mis amigos y las aves del paraíso o del no transcurrir.
Había un sol tibio y tranquilo,
mirando el mar también sereno y uno de mis amigos viajaba al sur y fue a mi
casa a despedirse.
Esa mañana, en verdad, duró todo el
día.
Mas, de pronto recordé que tenía que
ir a trabajar, maldita sea, aunque para qué recordar banalidades, malos ratos,
mala suerte o mala onda como el trabajo, me dije luego, me consolé de
inmediato, me justifiqué en el acto, me
tranquilicé después. Así que nos arrellanamos de nuevo en nuestras sillas y
sillones.
Es la molicie sempiterna y en cambio
un castigo divino, consuelo de los
protestantes, el trabajo, sentencié.
Pero es una mañana tan deliciosa me
dije, le dije a las otras yo que ahí conmigo estaban que así continué, continuamos, dulcemente existiendo
junto al Chardonnay, nuestro otro amigo, en el dolce far niente, porque,
asimismo debió ser el paraíso perdido.
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