miércoles, 29 de febrero de 2012

Los avatares del castillo ... un fragmento más extenso para mi lectora número 1.







A Marcela Latoja, María Troncoso, Lorena Morales, Marcela Lobos y a los que habitaron o visitaron  la casa de  calle Castillo 212.



Siempre, en toda familia existe una loca, los textos feministas la describen: la llaman  también, la loca del ático, el lugar a donde confinan a esta mujer que en realidad, posee una inteligencia, una sensibilidad superior al del resto de su mediocre entorno. La incomprensión, a veces la burla, son formas de castigo. También le dicen a este tipo de mujer, la loca de la cartera. O así le decían a una amiga mía los más viejos de su familia, antes de que ésta decidiera confinarse no a un ático, sino a un Museo. 

La loca de la cartera también decía vivir en un castillo, en realidad se trataba de  una casona que quedaba en la calle de ese mismo nombre, casi al lado del Museo Lord Cochrane, donde nunca vivió el tal lord pero sí tenía la mejor vista de la ciudad. En ese Museo se erigió el primer observatorio astronómico del continente y aun antes, tuvo cañones que debieron ser utilizados contra la Armada Española y más atrás en el tiempo, contra corsarios ingleses u holandeses como Francis Drake o  Shark, quienes arrasaron más de una vez las costas de este reyno  y con las escasas riquezas de los primeros habitantes. Muy cerca de allí, también se construyó el Castillo de San José, que fungía de cárcel, según nos contó una vez don Vicente, un viejecito, dueño del Emporio La Ardilla. Dicho almacén  quedaba un poco más abajo, en esa misma calle,  donde íbamos a comprar cigarrillos. 

En esta casa, contigua al museo, que databa del año 1920, vivieron, antes, las chicas que trabajaban en  el Molino Rojo, un bar que ya no existe. Eso también nos lo contó don Vicente. Y en verdad que  el espíritu de la remolienda era el de esa casa y se apoderó de todas sus posteriores  habitantes, loca de la cartera y otras locas incluidas, quienes resultaron ser unas auténticas bataclanas posmodernas, una de ellas  estudiaba matemáticas y  tocaba el  acordeón  subida al techo, según me han contado, aunque su mayor afición la constituía el ajedrez, mientras que otra practicaba yoga, tai-chi, leía las runas, el tarot y cuanto medio esotérico estuviera a su alcance. Una tercera imaginaba sus historias mientras tejía largas y coloridas bufandas durante los inviernos, historias que después escribía, mientras que una cuarta recorría la ciudad capturando disparatadas imágenes con su cámara de los no menos disparatados habitantes.

Llevaban el cabello corto, pintado de rojo una, de negro azulado la otra, con peinados hechos por ellas mismas, terceros ojos de plata en la frente y profusión de anillos. Frecuentaban el bar La playa los miércoles para oír interminables, y a veces, aburridísima lecturas de poesía, las cuales superaban con profusión de cervezas o caminaban por las rocosas playas, llenas de algas oscuras dispuestas como cabelleras en la orilla, acompañadas de gaviotas, cormoranes y, a veces, hasta tropezaban con algún pelícano.

A esa casa de calle Castillo, desde la que, por supuesto se veía el mar brumoso, las tempestades y los barcos arribando o partiendo, llamó una vez a la puerta un borracho, quien muy amable  preguntó por las muchachas de ese bar; eran casi las 3  de la madrugada y esa intempestiva visita del hombre buscando compañía,  confirmó la veracidad de lo que, hasta entonces, se creía sólo era un mito o habladurías de vecinos ociosos.

En la ciudad en que esto que relato sucedió, se han visto desde submarinos antes que a Julio Verne se le ocurriera escribir acerca de ellos en sus libros, aeroplanos antes que los hermanos Wrigth, cine antes que los Lumiere,  asesinos en serie antes que Jack el Destripador, conspiradores nazis, espías de toda laya, eso sin contar con ascensores que se elevan casi al cielo incluso en la actualidad, movimientos telúricos, embarcaciones espectrales, el mismísimo demonio deambulando por ahí, monstruos varios y fantasmas de todas clases, que los espíritus en pena no son privilegio de los ingleses.

Y a propósito de movimientos telúricos, los cronistas cuentan que cuando  el terremoto del año 1906 sacudió esta ciudad de la cual escribo, se destruyó el cementerio, ubicado en lo alto del cerro, llamado Cerro Panteón, precisamente por eso, porque lo más notorio y que se divisa a la distancia, son las cruces  y lápidas de las tumbas.

La violencia telúrica hizo que la tierra no sólo se abriera, dejando al descubierto las tumbas, sino que algunos ataúdes fueron aventados, cerro abajo, conteniendo los esqueletos. Tal sería la magnitud del sismo que algunos  sarcófagos fueron a dar a la mismísima Plaza Aníbal Pinto, entre ellos, el de un soldado de la Guerra del Pacífico de 1870, cuyo esqueleto  aún lucía su uniforme azul y sus charreteras.

Sí, demasiados mitos y fábulas para ser vividos y desentrañados en una vida tan breve.

La habitante del castillo solía caminar todas las mañanas hasta la Plaza Echaurren y si tenía dinero suficiente, al Emporio del mismo nombre y que ya no existe, lugar que databa de principios del siglo XX donde realizaba sus compras. Uno de los vendedores, el más anciano  acostumbraba saludarla con “qué va a llevar hoy la señorina! Y el otro vendedor, alto y pálido le decía al final de la compra, “permítame que la contemple”, tras haber puesto sobre el mostrador de mármol  las botellas de vino, las manzanas deshidratadas y las aceitunas o el queso y  té. Después caminaba hasta la panadería Serrano, y volvía a subir a su casa, esta vez, por la llamada, Escalera de la Muerte, que contaba más de 167 peldaños y donde una vez, cuando muy joven, Jorge Luis Borges se había fotografiado. Pero si el dinero escaseaba, sólo compraba el pan y volvía a subir.

Algunas veces le tocó trabajar en una escuela, ubicada entre calles Victoria y Morris,  pues entre sus muchos oficios estaba el de titiritera. Casualmente, o no por casualidad, había estudiado allí cuando pequeña. Esa escuela hoy no existe,  un movimiento telúrico de proporciones también dio cuenta de ella. Tratábase de una construcción fundada en el año de 1910, debida al arquitecto Alfredo Azancot.  Era una edificación de tres pisos, con amplias aulas de clase, pisos ajedrezados, techos altísimos, con terraza y sótanos. Contaba con un teatro donde se llevaban a cabo las representaciones artísticas de las estudiantes y un gimnasio techado. Sobresalían en esa escuela sus líneas clásicas y neorrenacentistas, con armónicas fachadas, pero lo que aparentemente era un bello edificio de valor histórico y arquitectónico que albergaba año a año a más de 700 niñas, pues se trataba de la Escuela Superior de Niñas Nro. 6, escondía innumerables y misteriosas leyendas.

Le dijimos a la habitante del Castillo que llevara alguna de esas historias al mundo titiritesco, porque las de fantasmas suelen ser las más entretenidas, ya que esta escuela también se vanagloriaba de tener en su staff no uno sino varios fantasmas que fueron adicionándose a lo largo de los años y que se disputaban distintas áreas del recinto. Había algunas monjitas penando desde el siglo XVII, época de la que data un monasterio edificado anteriormente en ese sitio, en el sector conocido como El Almendral  y que terminó de derrumbarse el año 1906 tras el espantoso terremoto mencionado más arriba. Otros fantasmas, en cambio, eran más recientes, como el de una de sus directoras,  que nos dio clases a muchas, pues yo también estudié allí, dicen que se trataba de la srta. Pilar Martínez. Ella era hija de españoles, tenía una enorme nariz era pálida, llevaba el pelo canoso recogido en un moño, sus ojos eran pequeños, verdes e inquisitivos y  daba clases de castellano. Su espíritu debió ser uno de los más recientes o últimos en esa extensa cofradía de fantasmas que habitaban el viejo edificio.  Diversos espíritus eran más jóvenes, correspondían a antiguas alumnas de la escuela, algunas murieron trágicamente en ese recinto y esas historias que se contaban en los recreos, formaban parte del patrimonio, de los recuerdos de varias generaciones de estudiantes.

La habitante del castillo se obsesionó con los relatos, muchas veces fantásticos que las niñas contaban y también se obsesionó con los que recordaba haber oído desde pequeña y con el firme propósito de representar una obra sobre el tema, emprendió la tarea de  confeccionar las más maravillosas marionetas que se habían visto en la ciudad. Comenzó a escribir un guión, su amigo Eric prometió musicalizarlo, compuso algunos pasajes y hasta grabó texturas electrónicas para tal fin, pero esa obra aún sigue esperando ser llevada a escena.

Pero yo estaba escribiendo o contándoles de sus delicadas marionetas de príncipes de Antiguo Oriente con pequeños bonetes de terciopelo, hadas diminutas de mirada pícara o ancianos de delicado cabello como plumas blancas y togas azules. Esas marionetas surcaron mares y cielos, embaladas en los equipajes de turistas y viajeros, pues era tal su originalidad y belleza que muchas terminaron o prosiguieron sus vidas e historias, en ciudades como Barcelona, San Francisco, Montpellier, Kiev o Caracas.

En particular  recuerdo una, aún no concluida y cuya  cabeza  estaba al interior de un bolso de viaje. La misma muñeca de madera llevaba en sus manos su propia cabeza en una bolsa de raso bordada y caminaba con sus hilos tan tranquila por la casa mientras los habitantes del Castillo la miraban estupefactos, por no decir horrorizados. E inventaban distintas historias acerca de esa bella muñeca con vestido de satín frambuesa y tules y manos de dedos largos de pianista. Era la bella pianista y el cuento que narraba, no apto para menores. 

Eso sucedió una mañana de octubre, luego de una fiesta descomunal para celebrar su cumpleaños y donde las copas eran mágicas porque no se vaciaban nunca y hasta fuegos artificiales hubo que incendiaron  la bahía a medianoche.  Después, ella tuvo una revelación o un sueño, o estaba ya harta  de que su vida sólo fuese una suerte de viaje, de un bello viaje a reinos perdidos en la memoria. Aunque, para ser honestos, lo que sí había sido real en su vida, era el mar gélido, la soberbia cordillera que la separaba del mundo, el mes de septiembre y Visotsky.

Pero a ratos afloraba su lado audaz, hasta práctico o quizás porque, como dijéramos al inicio, y no por nada, era la loca del castillo,  en un breve lapso de esos que tuvo,  sin mayores preámbulos ni ceremonias, marchó a  México, mucho antes que nuevos terremotos y erupciones volcánicas   asolaran este reyno e hicieran tambalear la casona y antes que el Museo contiguo se viniera abajo y sólo se salvaran los cañones.

Así pues, se fue a trabajar como restauradora y a vivir, prácticamente, en otro Museo, lugar donde nada se movía bajo sus pies.  Dijo al principio que marchaba a Ciudad de México, después a Guatemala, a Costa Rica o a Venezuela, país donde tenía algunos familiares, la verdad, al principio no estábamos muy seguras de donde se encontraba, hasta que comenzó a enviarnos fotografías por mail.

No hay comentarios:

Mirando Valparaíso desde el Cerro Cordillera, 2002

Mirando Valparaíso desde el Cerro Cordillera, 2002
Mi casa era el viento ululando por Valparaíso,/las luces de Quintero/los perros vagos deambulando por las calles.

En las alturas titeremundanas

En las alturas titeremundanas

John Márquez tras la cámara y Rodrigo Acosta en la dirección del programa infantil Títere Mundachi.

John Márquez tras la cámara y Rodrigo Acosta en la dirección del programa infantil Títere Mundachi.

En el bosque titeremundano...

En el bosque titeremundano...

Aunque algunos parezcan mutantes... Noo! Es Títere Mundachi

Aunque algunos parezcan mutantes... Noo! Es Títere Mundachi
Grabando en Mérida el programa infantil que dirige Rodrigo Acosta. Un montón de locos creativos con él a la cabeza han dado cuerpo a esta serie televisiva.

En pleno rodaje y con mucho frío.

Un felino porteño

Un felino porteño
Personaje característico de las calles de Valparaíso, visto por Marcela Latoja.

La ciudad que se deshace lentamente.

La ciudad que se deshace lentamente.
Siempre Valparaíso, por Marcela.

Subiendo hacia el Cerro Concepción.

Subiendo hacia el Cerro Concepción.
Los colores de la ciudad. By Alex Aguero.

Siempre presente... Allende.

Siempre presente... Allende.
Bajando por Almirante Montt, hacia Plaza Aníbal Pinto. Otra foto de Alex Aguero.

En pleno Almendral, mi escuela.

En pleno Almendral, mi escuela.
Escuela Ramón Barros Luco, Valparaíso. Es una construcción que data de 1926 y debe su diseño al arquitecto Alfredo Azancot. Conjuga diversos estilos y aunque ha sido modificada en su interior, aún conserva su misterio, como sus fantasmas, por ejemplo. Quienes estudiamos allí tenemos más de una historia al respecto.