A
Marcela Latoja, María Troncoso, Lorena Morales, Marcela Lobos y a los que
habitaron o visitaron la casa de calle Castillo 212.
Siempre, en toda familia existe una loca, los textos
feministas la describen: la llaman
también, la loca del ático, el lugar a donde confinan a esta mujer que
en realidad, posee una inteligencia, una sensibilidad superior al del resto de
su mediocre entorno. La incomprensión, a veces la burla, son formas de castigo.
También le dicen a este tipo de mujer, la loca de la cartera. O así le decían a
una amiga mía los más viejos de su familia, antes de que ésta decidiera
confinarse no a un ático, sino a un Museo.
La
loca de la cartera también decía vivir en un castillo, en realidad se trataba
de una casona que quedaba en la calle de
ese mismo nombre, casi al lado del Museo Lord Cochrane, donde nunca vivió el tal
lord pero sí tenía la mejor vista de la ciudad. En ese Museo se erigió el
primer observatorio astronómico del continente y aun antes, tuvo cañones que
debieron ser utilizados contra la Armada Española y más atrás en el tiempo,
contra corsarios ingleses u holandeses como Francis Drake o Shark, quienes arrasaron más de una vez las
costas de este reyno y con las escasas
riquezas de los primeros habitantes. Muy cerca de allí, también se construyó el
Castillo de San José, que fungía de
cárcel, según nos contó una vez don Vicente, un viejecito, dueño del Emporio La
Ardilla. Dicho almacén quedaba un poco más abajo, en esa misma calle,
donde íbamos a comprar cigarrillos.
En esta casa, contigua al museo, que databa del año 1920,
vivieron, antes, las chicas que trabajaban en
el Molino Rojo, un bar que ya no existe. Eso también nos lo contó don
Vicente. Y en verdad que el espíritu de
la remolienda era el de esa casa y se apoderó de todas sus posteriores habitantes, loca de la cartera y otras locas
incluidas, quienes resultaron ser unas auténticas bataclanas posmodernas, una
de ellas estudiaba matemáticas y tocaba el
acordeón subida al techo, según
me han contado, aunque su mayor afición la constituía el ajedrez, mientras
que otra practicaba yoga, tai-chi, leía las runas, el tarot y cuanto medio
esotérico estuviera a su alcance. Una tercera imaginaba sus historias mientras
tejía largas y coloridas bufandas durante los inviernos, historias que después
escribía, mientras que una cuarta recorría la ciudad capturando disparatadas
imágenes con su cámara de los no menos disparatados habitantes.
Llevaban el
cabello corto, pintado de rojo una, de negro azulado la otra, con peinados
hechos por ellas mismas, terceros ojos de plata en la frente y profusión de
anillos. Frecuentaban el bar La playa los miércoles para oír interminables, y a
veces, aburridísima lecturas de poesía, las cuales superaban con profusión de
cervezas o caminaban por las rocosas playas, llenas de algas oscuras dispuestas
como cabelleras en la orilla, acompañadas de gaviotas, cormoranes y, a veces,
hasta tropezaban con algún pelícano.
A
esa casa de calle Castillo, desde la que, por supuesto se veía el mar
brumoso, las tempestades y los barcos arribando o partiendo, llamó una vez a la puerta un borracho, quien
muy amable preguntó por las muchachas de
ese bar; eran casi las 3 de la madrugada
y esa intempestiva visita del hombre buscando compañía, confirmó la veracidad de lo que, hasta
entonces, se creía sólo era un mito o habladurías de vecinos ociosos.
En
la ciudad en que esto que relato sucedió, se han visto desde submarinos antes
que a Julio Verne se le ocurriera escribir acerca de ellos en sus libros,
aeroplanos antes que los hermanos Wrigth, cine antes que los Lumiere, asesinos en serie antes que Jack el
Destripador, conspiradores nazis, espías de toda laya, eso sin contar con
ascensores que se elevan casi al cielo incluso en la actualidad, movimientos
telúricos, embarcaciones espectrales, el mismísimo demonio deambulando por ahí,
monstruos varios y fantasmas de todas clases, que los espíritus en pena no son
privilegio de los ingleses.
Y a propósito de
movimientos telúricos, los cronistas cuentan que cuando el terremoto del año 1906 sacudió esta ciudad
de la cual escribo, se destruyó el cementerio, ubicado en lo alto del cerro,
llamado Cerro Panteón, precisamente por eso, porque lo más notorio y que se
divisa a la distancia, son las cruces y
lápidas de las tumbas.
La violencia
telúrica hizo que la tierra no sólo se abriera, dejando al descubierto las
tumbas, sino que algunos ataúdes fueron aventados, cerro abajo, conteniendo los
esqueletos. Tal sería la magnitud del sismo que algunos sarcófagos fueron a dar a la mismísima Plaza
Aníbal Pinto, entre ellos, el de un soldado de la Guerra del Pacífico de 1870,
cuyo esqueleto aún lucía su uniforme
azul y sus charreteras.
Sí,
demasiados mitos y fábulas para ser vividos y desentrañados en una vida tan
breve.
La
habitante del castillo solía caminar todas las mañanas hasta la Plaza Echaurren
y si tenía dinero suficiente, al Emporio del mismo nombre y que ya no existe, lugar
que databa de principios del siglo XX donde realizaba sus compras. Uno de los
vendedores, el más anciano acostumbraba
saludarla con “qué va a llevar hoy la señorina! Y el otro vendedor, alto y
pálido le decía al final de la compra, “permítame que la contemple”, tras haber
puesto sobre el mostrador de mármol las
botellas de vino, las manzanas deshidratadas y las aceitunas o el queso y té. Después caminaba hasta la panadería Serrano,
y volvía a subir a su casa, esta vez, por la llamada, Escalera de la Muerte,
que contaba más de 167 peldaños y donde una vez, cuando muy joven, Jorge Luis
Borges se había fotografiado. Pero si el dinero escaseaba, sólo compraba el pan
y volvía a subir.
Algunas veces le
tocó trabajar en una escuela, ubicada entre calles Victoria y Morris, pues entre sus muchos oficios estaba el de
titiritera. Casualmente, o no por casualidad, había estudiado allí cuando
pequeña. Esa escuela hoy no existe, un
movimiento telúrico de proporciones también dio cuenta de ella. Tratábase de
una construcción fundada en el año de 1910, debida al arquitecto Alfredo
Azancot. Era una edificación de tres
pisos, con amplias aulas de clase, pisos ajedrezados, techos altísimos, con
terraza y sótanos. Contaba con un teatro donde se llevaban a cabo las
representaciones artísticas de las estudiantes y un gimnasio techado. Sobresalían en esa escuela sus
líneas clásicas y neorrenacentistas, con armónicas fachadas, pero lo que
aparentemente era un bello edificio de valor histórico y arquitectónico que
albergaba año a año a más de 700 niñas, pues se trataba de la Escuela Superior
de Niñas Nro. 6, escondía innumerables y misteriosas leyendas.
Le dijimos a la habitante del Castillo que llevara
alguna de esas historias al mundo titiritesco, porque las de fantasmas suelen
ser las más entretenidas, ya que esta escuela también se
vanagloriaba de tener en su staff no uno sino varios fantasmas que fueron
adicionándose a lo largo de los años y que se disputaban distintas áreas del
recinto. Había algunas monjitas penando desde el siglo XVII, época de la que data
un monasterio edificado anteriormente en ese sitio, en el sector conocido como
El Almendral y que terminó de
derrumbarse el año 1906 tras el espantoso terremoto mencionado más arriba.
Otros fantasmas, en cambio, eran más recientes, como el de una de sus
directoras, que nos dio clases a muchas,
pues yo también estudié allí, dicen que se trataba de la srta. Pilar Martínez.
Ella era hija de españoles, tenía una enorme nariz era pálida, llevaba el pelo
canoso recogido en un moño, sus ojos eran pequeños, verdes e inquisitivos y daba clases de castellano. Su espíritu debió
ser uno de los más recientes o últimos en esa extensa cofradía de fantasmas que
habitaban el viejo edificio. Diversos
espíritus eran más jóvenes, correspondían a antiguas alumnas de la escuela,
algunas murieron trágicamente en ese recinto y esas historias que se contaban
en los recreos, formaban parte del patrimonio, de los recuerdos de varias
generaciones de estudiantes.
La
habitante del castillo se obsesionó con los relatos, muchas veces fantásticos
que las niñas contaban y también se obsesionó con los que recordaba haber oído desde
pequeña y con el firme propósito de representar una obra sobre el tema, emprendió
la tarea de confeccionar las más
maravillosas marionetas que se habían visto en la ciudad. Comenzó a escribir un
guión, su amigo Eric prometió musicalizarlo, compuso algunos pasajes y hasta
grabó texturas electrónicas para tal fin, pero esa obra aún sigue esperando ser
llevada a escena.
Pero
yo estaba escribiendo o contándoles de sus delicadas marionetas de príncipes de
Antiguo Oriente con pequeños bonetes de terciopelo, hadas diminutas de mirada
pícara o ancianos de delicado cabello como plumas blancas y togas azules. Esas
marionetas surcaron mares y cielos, embaladas en los equipajes de turistas y
viajeros, pues era tal su originalidad y belleza que muchas terminaron o
prosiguieron sus vidas e historias, en ciudades como Barcelona, San Francisco, Montpellier,
Kiev o Caracas.
En
particular recuerdo una, aún no
concluida y cuya cabeza estaba al interior de un bolso de viaje. La
misma muñeca de madera llevaba en sus manos su propia cabeza en una bolsa de
raso bordada y caminaba con sus hilos tan tranquila por la casa mientras los
habitantes del Castillo la miraban estupefactos, por no decir horrorizados. E
inventaban distintas historias acerca de esa bella muñeca con vestido de satín
frambuesa y tules y manos de dedos largos de pianista. Era la bella pianista y
el cuento que narraba, no apto para menores.
Eso
sucedió una mañana de octubre, luego de una fiesta descomunal para celebrar su
cumpleaños y donde las copas eran mágicas porque no se vaciaban nunca y hasta
fuegos artificiales hubo que incendiaron
la bahía a medianoche. Después,
ella tuvo una revelación o un sueño, o estaba ya harta de que su vida sólo fuese una suerte de viaje, de un
bello viaje a reinos perdidos en la memoria. Aunque, para ser honestos, lo que
sí había sido real en su vida, era el mar gélido, la soberbia cordillera que la
separaba del mundo, el mes de septiembre y Visotsky.
Pero
a ratos afloraba su lado audaz, hasta práctico o quizás porque, como dijéramos
al inicio, y no por nada, era la loca del castillo, en un breve lapso de esos que tuvo, sin mayores preámbulos ni ceremonias, marchó
a México, mucho antes que nuevos
terremotos y erupciones volcánicas
asolaran este reyno e hicieran tambalear la casona y antes que el Museo
contiguo se viniera abajo y sólo se salvaran los cañones.
Así
pues, se fue a trabajar como restauradora y a vivir, prácticamente, en otro
Museo, lugar donde nada se movía bajo sus pies.
Dijo al principio que marchaba a Ciudad de México, después a Guatemala,
a Costa Rica o a Venezuela, país donde tenía algunos familiares, la verdad, al
principio no estábamos muy seguras de donde se encontraba, hasta que comenzó a
enviarnos fotografías por mail.
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