miércoles, 29 de febrero de 2012

Smoke city







Para Marcela Latoja


Este es el recuerdo de una  mañana que algunos dirán, inexistente.

La mañana de un tiempo lejano en mi memoria, de un tiempo que se quedó ahí, junto a las palomas batiendo sus alas en la ventana, de esas que me atravesaron el pecho como el Espíritu Santo con sus alas. Si el Espíritu Santo las tuviere. Si el Espíritu Santo existiese.

Eso sucedió una mañana interminable  y eso que el tiempo corría tan aprisa, pero, cosa extraña,  esos pájaros en mi ventana impedían su avance. Eran, en realidad, unas aves que nada tenían que ver ni con el paso del tiempo ni con la relatividad ni con nada, pero allí estaban: ellos, mis amigos y las aves del paraíso o del no transcurrir.

Había un sol tibio y tranquilo, mirando el mar también sereno y uno de mis amigos viajaba al sur y fue a mi casa a despedirse.

Esa mañana, en verdad, duró todo el día.

Mas, de pronto recordé que tenía que ir a trabajar, maldita sea, aunque para qué recordar banalidades, malos ratos, mala suerte o mala onda como el trabajo, me dije luego, me consolé de inmediato, me justifiqué en el acto,  me tranquilicé después. Así que nos arrellanamos de nuevo en nuestras sillas y sillones.


Es la molicie sempiterna y en cambio un castigo divino,  consuelo de los protestantes, el trabajo, sentencié.
 
Pero es una mañana tan deliciosa me dije, le dije a las otras yo que ahí conmigo estaban  que así continué, continuamos, dulcemente existiendo junto al Chardonnay, nuestro otro amigo, en el dolce far niente, porque, asimismo debió ser el paraíso perdido.

Los avatares del castillo ... un fragmento más extenso para mi lectora número 1.







A Marcela Latoja, María Troncoso, Lorena Morales, Marcela Lobos y a los que habitaron o visitaron  la casa de  calle Castillo 212.



Siempre, en toda familia existe una loca, los textos feministas la describen: la llaman  también, la loca del ático, el lugar a donde confinan a esta mujer que en realidad, posee una inteligencia, una sensibilidad superior al del resto de su mediocre entorno. La incomprensión, a veces la burla, son formas de castigo. También le dicen a este tipo de mujer, la loca de la cartera. O así le decían a una amiga mía los más viejos de su familia, antes de que ésta decidiera confinarse no a un ático, sino a un Museo. 

La loca de la cartera también decía vivir en un castillo, en realidad se trataba de  una casona que quedaba en la calle de ese mismo nombre, casi al lado del Museo Lord Cochrane, donde nunca vivió el tal lord pero sí tenía la mejor vista de la ciudad. En ese Museo se erigió el primer observatorio astronómico del continente y aun antes, tuvo cañones que debieron ser utilizados contra la Armada Española y más atrás en el tiempo, contra corsarios ingleses u holandeses como Francis Drake o  Shark, quienes arrasaron más de una vez las costas de este reyno  y con las escasas riquezas de los primeros habitantes. Muy cerca de allí, también se construyó el Castillo de San José, que fungía de cárcel, según nos contó una vez don Vicente, un viejecito, dueño del Emporio La Ardilla. Dicho almacén  quedaba un poco más abajo, en esa misma calle,  donde íbamos a comprar cigarrillos. 

En esta casa, contigua al museo, que databa del año 1920, vivieron, antes, las chicas que trabajaban en  el Molino Rojo, un bar que ya no existe. Eso también nos lo contó don Vicente. Y en verdad que  el espíritu de la remolienda era el de esa casa y se apoderó de todas sus posteriores  habitantes, loca de la cartera y otras locas incluidas, quienes resultaron ser unas auténticas bataclanas posmodernas, una de ellas  estudiaba matemáticas y  tocaba el  acordeón  subida al techo, según me han contado, aunque su mayor afición la constituía el ajedrez, mientras que otra practicaba yoga, tai-chi, leía las runas, el tarot y cuanto medio esotérico estuviera a su alcance. Una tercera imaginaba sus historias mientras tejía largas y coloridas bufandas durante los inviernos, historias que después escribía, mientras que una cuarta recorría la ciudad capturando disparatadas imágenes con su cámara de los no menos disparatados habitantes.

Llevaban el cabello corto, pintado de rojo una, de negro azulado la otra, con peinados hechos por ellas mismas, terceros ojos de plata en la frente y profusión de anillos. Frecuentaban el bar La playa los miércoles para oír interminables, y a veces, aburridísima lecturas de poesía, las cuales superaban con profusión de cervezas o caminaban por las rocosas playas, llenas de algas oscuras dispuestas como cabelleras en la orilla, acompañadas de gaviotas, cormoranes y, a veces, hasta tropezaban con algún pelícano.

A esa casa de calle Castillo, desde la que, por supuesto se veía el mar brumoso, las tempestades y los barcos arribando o partiendo, llamó una vez a la puerta un borracho, quien muy amable  preguntó por las muchachas de ese bar; eran casi las 3  de la madrugada y esa intempestiva visita del hombre buscando compañía,  confirmó la veracidad de lo que, hasta entonces, se creía sólo era un mito o habladurías de vecinos ociosos.

En la ciudad en que esto que relato sucedió, se han visto desde submarinos antes que a Julio Verne se le ocurriera escribir acerca de ellos en sus libros, aeroplanos antes que los hermanos Wrigth, cine antes que los Lumiere,  asesinos en serie antes que Jack el Destripador, conspiradores nazis, espías de toda laya, eso sin contar con ascensores que se elevan casi al cielo incluso en la actualidad, movimientos telúricos, embarcaciones espectrales, el mismísimo demonio deambulando por ahí, monstruos varios y fantasmas de todas clases, que los espíritus en pena no son privilegio de los ingleses.

Y a propósito de movimientos telúricos, los cronistas cuentan que cuando  el terremoto del año 1906 sacudió esta ciudad de la cual escribo, se destruyó el cementerio, ubicado en lo alto del cerro, llamado Cerro Panteón, precisamente por eso, porque lo más notorio y que se divisa a la distancia, son las cruces  y lápidas de las tumbas.

La violencia telúrica hizo que la tierra no sólo se abriera, dejando al descubierto las tumbas, sino que algunos ataúdes fueron aventados, cerro abajo, conteniendo los esqueletos. Tal sería la magnitud del sismo que algunos  sarcófagos fueron a dar a la mismísima Plaza Aníbal Pinto, entre ellos, el de un soldado de la Guerra del Pacífico de 1870, cuyo esqueleto  aún lucía su uniforme azul y sus charreteras.

Sí, demasiados mitos y fábulas para ser vividos y desentrañados en una vida tan breve.

La habitante del castillo solía caminar todas las mañanas hasta la Plaza Echaurren y si tenía dinero suficiente, al Emporio del mismo nombre y que ya no existe, lugar que databa de principios del siglo XX donde realizaba sus compras. Uno de los vendedores, el más anciano  acostumbraba saludarla con “qué va a llevar hoy la señorina! Y el otro vendedor, alto y pálido le decía al final de la compra, “permítame que la contemple”, tras haber puesto sobre el mostrador de mármol  las botellas de vino, las manzanas deshidratadas y las aceitunas o el queso y  té. Después caminaba hasta la panadería Serrano, y volvía a subir a su casa, esta vez, por la llamada, Escalera de la Muerte, que contaba más de 167 peldaños y donde una vez, cuando muy joven, Jorge Luis Borges se había fotografiado. Pero si el dinero escaseaba, sólo compraba el pan y volvía a subir.

Algunas veces le tocó trabajar en una escuela, ubicada entre calles Victoria y Morris,  pues entre sus muchos oficios estaba el de titiritera. Casualmente, o no por casualidad, había estudiado allí cuando pequeña. Esa escuela hoy no existe,  un movimiento telúrico de proporciones también dio cuenta de ella. Tratábase de una construcción fundada en el año de 1910, debida al arquitecto Alfredo Azancot.  Era una edificación de tres pisos, con amplias aulas de clase, pisos ajedrezados, techos altísimos, con terraza y sótanos. Contaba con un teatro donde se llevaban a cabo las representaciones artísticas de las estudiantes y un gimnasio techado. Sobresalían en esa escuela sus líneas clásicas y neorrenacentistas, con armónicas fachadas, pero lo que aparentemente era un bello edificio de valor histórico y arquitectónico que albergaba año a año a más de 700 niñas, pues se trataba de la Escuela Superior de Niñas Nro. 6, escondía innumerables y misteriosas leyendas.

Le dijimos a la habitante del Castillo que llevara alguna de esas historias al mundo titiritesco, porque las de fantasmas suelen ser las más entretenidas, ya que esta escuela también se vanagloriaba de tener en su staff no uno sino varios fantasmas que fueron adicionándose a lo largo de los años y que se disputaban distintas áreas del recinto. Había algunas monjitas penando desde el siglo XVII, época de la que data un monasterio edificado anteriormente en ese sitio, en el sector conocido como El Almendral  y que terminó de derrumbarse el año 1906 tras el espantoso terremoto mencionado más arriba. Otros fantasmas, en cambio, eran más recientes, como el de una de sus directoras,  que nos dio clases a muchas, pues yo también estudié allí, dicen que se trataba de la srta. Pilar Martínez. Ella era hija de españoles, tenía una enorme nariz era pálida, llevaba el pelo canoso recogido en un moño, sus ojos eran pequeños, verdes e inquisitivos y  daba clases de castellano. Su espíritu debió ser uno de los más recientes o últimos en esa extensa cofradía de fantasmas que habitaban el viejo edificio.  Diversos espíritus eran más jóvenes, correspondían a antiguas alumnas de la escuela, algunas murieron trágicamente en ese recinto y esas historias que se contaban en los recreos, formaban parte del patrimonio, de los recuerdos de varias generaciones de estudiantes.

La habitante del castillo se obsesionó con los relatos, muchas veces fantásticos que las niñas contaban y también se obsesionó con los que recordaba haber oído desde pequeña y con el firme propósito de representar una obra sobre el tema, emprendió la tarea de  confeccionar las más maravillosas marionetas que se habían visto en la ciudad. Comenzó a escribir un guión, su amigo Eric prometió musicalizarlo, compuso algunos pasajes y hasta grabó texturas electrónicas para tal fin, pero esa obra aún sigue esperando ser llevada a escena.

Pero yo estaba escribiendo o contándoles de sus delicadas marionetas de príncipes de Antiguo Oriente con pequeños bonetes de terciopelo, hadas diminutas de mirada pícara o ancianos de delicado cabello como plumas blancas y togas azules. Esas marionetas surcaron mares y cielos, embaladas en los equipajes de turistas y viajeros, pues era tal su originalidad y belleza que muchas terminaron o prosiguieron sus vidas e historias, en ciudades como Barcelona, San Francisco, Montpellier, Kiev o Caracas.

En particular  recuerdo una, aún no concluida y cuya  cabeza  estaba al interior de un bolso de viaje. La misma muñeca de madera llevaba en sus manos su propia cabeza en una bolsa de raso bordada y caminaba con sus hilos tan tranquila por la casa mientras los habitantes del Castillo la miraban estupefactos, por no decir horrorizados. E inventaban distintas historias acerca de esa bella muñeca con vestido de satín frambuesa y tules y manos de dedos largos de pianista. Era la bella pianista y el cuento que narraba, no apto para menores. 

Eso sucedió una mañana de octubre, luego de una fiesta descomunal para celebrar su cumpleaños y donde las copas eran mágicas porque no se vaciaban nunca y hasta fuegos artificiales hubo que incendiaron  la bahía a medianoche.  Después, ella tuvo una revelación o un sueño, o estaba ya harta  de que su vida sólo fuese una suerte de viaje, de un bello viaje a reinos perdidos en la memoria. Aunque, para ser honestos, lo que sí había sido real en su vida, era el mar gélido, la soberbia cordillera que la separaba del mundo, el mes de septiembre y Visotsky.

Pero a ratos afloraba su lado audaz, hasta práctico o quizás porque, como dijéramos al inicio, y no por nada, era la loca del castillo,  en un breve lapso de esos que tuvo,  sin mayores preámbulos ni ceremonias, marchó a  México, mucho antes que nuevos terremotos y erupciones volcánicas   asolaran este reyno e hicieran tambalear la casona y antes que el Museo contiguo se viniera abajo y sólo se salvaran los cañones.

Así pues, se fue a trabajar como restauradora y a vivir, prácticamente, en otro Museo, lugar donde nada se movía bajo sus pies.  Dijo al principio que marchaba a Ciudad de México, después a Guatemala, a Costa Rica o a Venezuela, país donde tenía algunos familiares, la verdad, al principio no estábamos muy seguras de donde se encontraba, hasta que comenzó a enviarnos fotografías por mail.

De los avatares en el castillo (fragmento)






Bella creación de Marcela Latoja, artista de Valparaíso.


La loca de la cartera también decía vivir en un castillo, en realidad se trataba de  una casona que quedaba en la calle de ese mismo nombre, casi al lado del Museo Lord Cochrane, donde nunca vivió el tal lord pero sí tenía la mejor vista de la ciudad. En ese Museo se erigió el primer observatorio astronómico del continente y aun antes, tuvo cañones que debieron ser utilizados contra la Armada Española y más atrás en el tiempo, contra corsarios ingleses u holandeses como Francis Drake o  Shark, quienes arrasaron más de una vez las costas de este reyno  y con las escasas riquezas de los primeros habitantes. Muy cerca de allí, también se construyó el Castillo de San José, que fungía de cárcel, según nos contó una vez don Vicente, un viejecito, dueño del Emporio La Ardilla. Dicho almacén  quedaba un poco más abajo, en esa misma calle,  donde íbamos a comprar cigarrillos. 

En esta casa, contigua al museo, que databa del año 1920, vivieron, antes, las chicas que trabajaban en  el Molino Rojo, un bar que ya no existe. Eso también nos lo contó don Vicente. Y en verdad que  el espíritu de la remolienda era el de esa casa y se apoderó de todas sus posteriores  habitantes, loca de la cartera y otras locas incluidas, quienes resultaron ser unas auténticas bataclanas posmodernas, una de ellas  estudiaba matemáticas y  tocaba el  acordeón  subida al techo, según me han contado, aunque su mayor afición la constituía el ajedrez, mientras que otra practicaba yoga, tai-chi, leía las runas, el tarot y cuanto medio esotérico estuviera a su alcance. Una tercera imaginaba sus historias mientras tejía largas y coloridas bufandas durante los inviernos, historias que después escribía, mientras que una cuarta recorría la ciudad capturando disparatadas imágenes con su cámara de los no menos disparatados habitantes.

Sobre los avatares en el castillo


En particular  recuerdo una, aún no concluida y cuya  cabeza  estaba al interior de un bolso de viaje. La misma muñeca de madera llevaba en sus manos su propia cabeza en una bolsa de raso bordada y caminaba con sus hilos tan tranquila por la casa mientras los habitantes del Castillo la miraban estupefactos, por no decir horrorizados. E inventaban distintas historias acerca de esa bella muñeca con vestido de satín frambuesa y tules y manos de dedos largos de pianista. Era la bella pianista y el cuento que narraba, no apto para menores. 


 Marioneta confeccionada por Marcela Latoja.

EL ALTER EGO LITERARIO DE MARCOS SE LLAMA DURITO




 ¿Quién es Durito de la Lacandona?  La aparición de Nabucodonosor en la selva Lacandona, data de diez años antes que el EZLN hiciera su aparición pública el 1 de enero de 1994. Marcos lo descubre por el reguero de tabaco que aquél deja y que ha sustraído de la mochila del entonces capitán Marcos. Desde un comienzo, el escarabajo con nombre de rey babilónico, se revela como un ser estudioso de la realidad del mundo, aún cuando viva internado en la selva  y alejado de los grandes centros desde los cuales se toman las decisiones que incidirán en hombres y mujeres de cualquier parte del orbe, incluidos los habitantes del tan alejado Chiapas.
  
  Según Marcos, el personaje surgió de la necesidad de “hacer que se sintiera antes que se entendiera” el ideario, los valores y  demandas zapatistas. Para “entender” el porqué del alzamiento zapatista es suficiente un cuadro estadístico o un análisis político o sociológico. Pero para sentirlo”, es decir, identificarse con éste y considerarlo una parte de nosotros y ello implica que nos importa lo que suceda, como si fuese alguien de la familia. La importancia de estos textos de Durito es que pretenden hacer sentir el zapatismo a los otros.

 Durito es un sujeto con plena conciencia de cuanto ocurre, puesto que tener conciencia de cuanto acontece en el mundo, significa ser partícipe del desarrollo constante del conocimiento y del fluir de éste.  Aquí, Marcos - escritor busca los procedimientos apropiados para hacer hablar o reaccionar de manera dialógica al personaje desde su propia voz para dejar que sea el personaje quien desarrolle su propia lógica interna y su autonomía.  Expresión de Bajtin en referencia al discurso novelesco, pero que puede aplicarse a la ficción de Marcos, quien no hablaría “del” personaje sino “con él”, por cuanto este sería autónomo y capaz de sorprender de manera convincente, es decir, las observaciones y comentarios  inesperados del escarabajo, su particular lenguaje del siglo XVII, matizado de expresiones coloquiales, los constantes cambios de humor, de vestuario o de comportamiento.  El contrapunto entre el narrador y Durito le imprimen, de esta manera, dinamismo al relato.

Como señalara José Saramago, en el prólogo del libro que reúne las posdatas en que aparece este personaje (Don Durito de la Lacandona, México, CIACH, 1999),  Durito es “un bicho que lleva un caparazón que se llama piel, y otro que se llama honra, y otro que se llama dignidad”. Honra y dignidad: valores, para muchos, anacrónicos, obsoletos,  románticos, pero que cobran plena vigencia a través del personaje. Durito es una mezcla compleja y contradictoria, como todos los seres humanos, aunque “tan sólo” sea un escarabajo. Al parecer vive fuera de la realidad, por la supuesta anacronía en las metodologías y estrategias de lucha señaladas a través de su lenguaje o vestimentas: escudo, lanza, celada, espada y cabalgadura, a la manera de los caballeros  del medioevo, mas, no hay que considerar como una excentricidad que Durito decida convertirse en caballero andante, si recordamos que aquéllos surgieron en la Edad Media,  un momento de la historia  europea en la cual, valores como la lealtad, la justicia o la verdad estaban siendo suprimidos. Y aunque este caballero también se pretende desfacedor de entuertos, junto con él porta una “minimicrocomputadorita”, a fin de ir con los tiempos.


   La simbología de Durito

   El escarabajo es símbolo de varias culturas: en Egipto representó el renacimiento, la vida longeva y se le vinculó a una divinidad solar. Él era el propio dios Ra en el momento de su nacimiento porque los egipcios fueron  observadores  de la naturaleza y relacionaron la concepción de estos pequeños animales con la creación del Sol.  Y así como el dios solar renace de las sombras de la noche, se supone que el escarabajo renace de su propia descomposición.  En un texto bastante oscuro del Chilam Balam, el escarabajo aparece como el barro de la tierra en sentido material y moral del término: “Y entonces vinieron los dioses escarabajos, los deshonestos, los que metieron el pecado entre nosotros, los que eran el lodo de la tierra.” Este texto ha sido interpretado como una referencia de carácter profético a la llegada de los conquistadores españoles, pero también pudo referirse a una etapa de decadencia de los mismos pueblos mayas. La  fuerza  de la metáfora (“el lodo de la tierra”) se refiere a aquellos seres considerados los últimos en el escalafón, los que son despreciados y qué más despreciable que aquello que podamos pisar.

   Los escarabajos con un cuerno en la cabeza son los llamados escarabajo rinoceronte o elefante (Oryctes nasicornis) y se caracterizan por tener un tamaño de 4,5 cm de longitud, color negro, alas oscuras por fuera y amarillas por dentro, en los machos un "cuerno" curvado hacia atrás en la cabeza. A pesar de su nombre y apariencia, es inofensivo.  Considerado el más fuerte de los escarabajos, el escarabajo rinoceronte es capaz de soportar en su dorso una carga 30 veces mayor que su propio peso durante una hora. Durito  intenta demostrar esa afirmación encaramando su pequeño piano sobre el escritorio porque “lo pequeño sostiene a lo grande en la historia y en la naturaleza”.

Algunas características y capacidades de los escarabajos parecen aplicarse bien a los  indígenas de las comunidades zapatistas, pues éstos han sido capaces de realizar algo que no había ocurrido hasta entonces en México, algo que no se esperaba de grupos humanos considerados como “los sin voz en los palacios (...) los de la larga noche del desprecio”[1] Ellos plantearon en los círculos de poder la marginación de la cual habían sido objeto durante más de 500 años. Hasta entonces, asuntos como el reconocer siquiera la existencia de múltiples identidades y por ende sus derechos, era impensable, quedando solamente como tema de debate entre académicos, pues  en los grupos dominantes se manejaba el concepto de una sola identidad mexicana. Tener que reconocer la diferencia, que la presencia de los indígenas  era algo más que un “un molesto ruido ancestral,”[2] ya puede considerarse  un paso.




[1]Votán Zapata vive en nuestras muertes: Ejército Zapatista”. en 20/10 el fuego y la palabra. . Op. cit.
[2] Vázquez M, M. “El Subcomandante Marcos ataca de nuevo” en www.vespito.net

domingo, 26 de febrero de 2012

ONE WAY OR ANOTHER (POR QUÉ TODO TIENE QUE SER BLANCO Y NEGRO)








Para Oleg Ysinsky et al.



Abro mi correo y miro una vez más las fotos que me ha enviado en los últimos meses, las que ha subido a su blog: en algunas aparece junto a niños campesinos en un campamento de refugiados de Polhó, cerca de Chiapas, o en algún lugar indefinido de la Selva Lacandona entre montañas azules. En otras, su expresión alegre no puede ocultar el calor agobiante del desierto de Atacama. Ahora me sonríe sentado, entre el roquerío de una playa de arenas grises, que denotan su origen volcánico o desde un árbol, quizás una ceiba, que se abre hacia el azul del cielo. Yo subo lentamente a buscarlo y extiendo un brazo para alcanzarlo, como haría para obtener las manzanas más altas. Me trepo a su pecho para sentir los latidos de su enorme corazón. Son como tañidos que hacen caer sin cesar las hojas en ese bosque revisitado en sueños, en esa floresta donde quisiéramos descansar si no repicara tanto el teléfono y en la cual las hojas han formado un lecho blando, tibio que nos cobija. Mis piernas lo aprisionan para no dejarlo escapar hacia la oficina, los papeles y otras soledades que puedan lastimarlo, que puedan lastimarme.



Para mí, sólo venía precedido por la fama de conspirador y dinamitero. En realidad muchos son sus secretos, sus silencios y en cambio despliega todas las sonrisas, su mejor carta de presentación, al igual que sus ojos. También recuerdos gangsteriles, fotos de frente, de perfil y sótanos se mezclan con proclamas, y ese desear trabajar por la libertad y un mundo nuevo, discursos, multitudes, banderas, aviones, periplos que lo llevan a muchas partes, siempre lejos, cada vez más lejos.





El corazón de este highlander a veces está guardado en una fotografía, esa donde sonríe junto a su hermano. Una cruz, no en su espalda, sino en la gaveta del escritorio, también un revólver, quizás mejor argumento en determinadas circunstancias, cuando el discurso y su sonrisa no sean suficientes.



¿Qué es el triunfo y qué la derrota? Pensaba él, mientras decidía el futuro de otros o aborda un avión; pienso, mientras escribo, que aún falta tanto para cerrar la edición de este número y para verlo.



¿Qué significa el poder? Escribo, me pregunto, aunque no es algo que me interese demasiado, como no sea para teorizar al respecto y llenar páginas si fuese necesario. Pero en él constituye una preocupación. ¿Acaso existe algo que interese más a un hombre? Antes, fueron las espadas; hoy son los proyectos de ley. Mientras, adivino el parpadeo, el suyo, a la vez que susurra en mi oído, al teléfono, que esta noche tampoco vendrá pues su vuelo se ha retrasado por una tormenta, está tan lejos, a horas de distancia.



De este lado de la trinchera tengo que transcribir una aburrida entrevista, leer interminables documentos políticos. Ambos estamos construyendo, en cierta medida, al menos eso nos hemos dicho, aquello en lo que creemos. Él apostando hasta el alma y su vida. Yo, desde mi atalaya, desde mi ceiba particular, desde la objetividad a que me obligo o que finjo para no comprometerme y poder escribir en paz.



Aunque debo confesar, que secretamente me he rendido a la brillantez del Máximo Líder. Como si se tratase de una novela de Orwell o Huxley; como si fuese un Profeta con camisa roja arengando a los ejércitos que lo saludan en la plaza; Como una súper star ante cuyo nimbo y luminosidad, las adolescentes desfallecen. Otras cosas me indignan en este mundo, pero esas las dejo para las editoriales y los artículos de fondo. No citaré nombres ni apellidos poco ilustres que hoy profitan de este Reino de lo posible, pero la historia no los absolverá, lo sé. El filo de la espada de Dios caerá sobre ellos, pienso.



Me han pedido en más de una ocasión que omita algunas palabras de mis escritos, que no toque determinados temas, por aquello de los favores o los enemigos (los de ellos) y porque andas demasiado alegremente – y esto último lo recalca mi jefe dando un golpecito con el puño sobre el escritorio, como si llamara a la puerta - diciendo y escribiendo lo que te da la gana. La conciencia, corrijo. Da lo mismo, riposta él. Enarco una ceja pero más bien cambio de táctica y sonrío. Me justificaría diciéndole que soy previa al pensamiento cartesiano que lo dividió todo y arrojó lo que no era racional al patio trasero, ese que Freud considera el inconsciente, las emociones, las intuiciones. Yo no quiero entender nada de modernidades masculinas, soy premoderna, soy salvaje y hago como que no me interesan los enemigos propios o ajenos. Pero eso no lo digo, cómo creen, algunas cosas me las guardo, pero igualito me tacha de irresponsable, cómo es posible, siendo una comunicadora social olvide mi rol, mi deber para con la sociedad, para con el proceso. En el fondo, el compromiso para con ellos, quiso decir. Y pienso que para tener enemigos se necesita más inteligencia de la que en verdad aparento, más de la que mi propio jefe posee. Y sin embargo me rodeo de hombres y son su mundo, su discurso y su idioma los espacios en los cuales debo desenvolverme y transitar, como una traductora, como una pasajera, como una minoría.



Mi jefe escucha mis explicaciones, con cortesía, también ha cambiado su táctica, ya me conoce, y aunque señala sonriente y comprensivo estar de acuerdo conmigo, igual me castiga, mandándome a una ciudad en Los Andes, para cubrir un Simposio Latinoamericano de la Historia. Habrá algo más aburrido, pienso, pero no le digo nada. Para que no fastidie, me alejan del centro de la noticia, confinándome a la bucólica ciudad de Mérida, o ciudad de los caballeros, ciudad que, a mi juicio, bien vale un bostezo. Me consuela comentando que asistirá lo más granado del continente, tendré tema para varios artículos y entrevistas, que podré escribir tranquila en mi cubículo o desde mi casa o en la misma Mérida, sin tener que andar persiguiendo a funcionarios o políticos locales para escuchar sus pelotudeces, dice my boss mientras bebe su café y rellena un formulario de impuestos en línea.



Analizándolo en frío, no es tan mala propuesta, así no tendré que rehacer declaraciones, pues alguno o más de uno de los políticos o funcionarios gubernamentales con quienes me toca conversar, son incapaces de estructurar ideas en oraciones simples con sujeto y predicado. Yo los reconstruyo, o a sus dichos y discursos. A los que me caen simpáticos o le han prometido a la plana mayor, conseguir algunas pautas publicitarias, porque siempre andamos cortos de fondos, debo dejarlos como verdaderos ideólogos. Después se leen y no entienden sus coherentes y hasta brillantes reflexiones sobre la contingencia política. Qué reflexivo! Dirán sus colegas en el Congreso, periódico en mano, desconocedores de esa faceta. Con los historiadores, me dice el jefe, no tendrás ese rollo, a lo sumo, teclear más rápido que de costumbre, por la cantidad abrumadora de nombres, de fechas, datos, información con la cual van a bombardearte. Después puedes quedarte un par de días, descansando, ¿eh? ¿No que te gusta la nieve y el frío? Subes al teleférico y aprovechas de ver la poca que va quedando. Así cambias de aire un rato y te relajas. Concluye. En realidad mi jefe quiso decir, así dejas la histeria y olvidas esas estupideces que cada cierto tiempo te obsesionan, te conocemos, chica, sabemos qué te pasa. El periódico corre con los gastos de tu fin de semana. Abre mucho los ojos, expectante, ¿esperará que le agradezca con efusividad, querrá que le cuente algo, eso que, según él, me trae tan mal? Son tan chismosos los hombres. Suspira, sonríe, se vuelve hacia su celular que comienza a repicar, y así da por finalizado el asunto, yo me marcho, también sonriente a hacer unas llamadas telefónicas y a reservar un pasaje. Igual será entretenido ir a uno de esos pueblitos varados en el siglo XVIII, ver montañitas, ovejitas y vaquitas. Y sí, dejar la obsesión por mi normando embarcado hacia el Foro Social Mundial y después rumbo a La Habana.



Yo salgo de la Redacción y dirijo mis pasos rumbo a la peluquería, donde puede una mujer recibir la mejor terapia sin que le citen a Freud, le hablen de las represiones de la libido, le pregunten por la infancia o, si al terapeuta le da por Lacan, sabe Dios con qué cosa termina de volver a la paciente, más loca de lo que estaba cuando entró a la consulta. Lo mejor es un lavado de cabello, porque las ideas se van con el agua y el acondicionador con keratina. Mientras, la peluquera charla voluble, con una voz que adormece, vendrá un nuevo corte, una tintura, leer Cosmopolitan con muchas fotos de Angelina Jolie y Brad Pitt, la última colección Primavera-Verano de John Galliano con etéreos trajes inalcanzables, bebo un jugo y después, me voy a comprar labiales y un delineador que no se corra con el agua.



¿La ética revolucionaria incluye la mentira? Es que la revolución, la felicidad y el bien del colectivo son más importantes que individuales anhelos, que urgencias femeninas. Del ordenador donde me refugio por las noches, emerge la música que me lleva; yo corro, me arrojo en sus brazos, la muerte no me alcanzará, él me protegerá, dice una voz con un acento parecido al suyo. Pero es que estoy quedándome dormida, él sólo está en mis sueños, como el de la otra noche, donde era un marinero que volvía, con un morral al hombro, desde otros mares. Algunos aman el amor de los marineros que besan y se van, yo quiero revelarme y me repito que carezco de vocación de Penélope, pero aquí estoy, frente a la pantalla, bebiendo café, mientras mis dedos recorren el teclado y no su rostro, mirando de reojo el teléfono por si suena y revisando notas y apuntes acerca de la Fundación de la Universidad que, honestamente, poco me importa y a mis jefes, menos, lo que yo piense al respecto.



La revolución es como un huracán, dice el Máximo Líder. Todos asentimos, su encendida palabra es ley, nuestros corazones henchidos están con él, con su mensaje a través del cual nos promete guiarnos a una nueva era, donde él será el conductor, el Mesías, y nosotros sus ovejas prestas a la batalla o al matadero. Aunque me resisto al rebaño, yo nací en la estepa y me confundo, porque este Mesías de la posmodernidad habla de un tiempo que nada tiene que ver con la plácida New Age de los delfines, o la cítara en medio de sonoridades y texturas electrónicas, transportándome a una época imprecisa, o el yoga, los inciensos y el tai chi que alejan las iras del alma y el cuerpo.



Sí, más bien quisiera escribir acerca de esto, pero de lo que voy escribir es de la fundación de la Universidad que existe en esta ciudad. O quizás debiera decir, la Universidad en cuyo interior habita una rumorosa ciudad y cuyos extramuros lo conforman una cadena de pueblitos pintorescos en las montañas y los páramos de este lado de Los Andes. Tema nada excitante, en verdad, dirán muchos y les encuentro toda la razón, o casi. Más me valdría hacer unas notas turísticas y dedicarme a comer truchas, comprar licores caseros en algún mercado típico, o irme por ahí, a alquilar un caballo en el Páramo.



Pero no debo ser tan desagradecida, pues el paisaje montañoso, la Sierra con una reciente nevada y una temperatura no superior a los 20 grados contribuyeron a mejorar mi ánimo.



Desde la casa donde me hospedé, en la parte alta de una loma, contaba con una vista privilegiada, tanto de parte de la ciudad como de esa cadena montañosa. Me levantaba temprano para revisar apuntes, preparar las entrevistas y maquillarme. Mientras desayunaba, me dedicaba a observar como incidía la luz del sol en las montañas, las nubes dispersándose con rapidez y hasta el vuelo y las escaramuzas de un par de hermosas águilas sudamericanas, habitantes de algún árbol cercano y que desde el tejado de la casona de enfrente, oteaban majestuosas el horizonte en busca de alguna presa. Quizás se trataba de las últimas aves de dicha especie, pensaba mientras bebía mi café con leche y daba cuenta de los huevos revueltos, las arepas, que aquí se elaboran con harina de trigo y bebía el jugo de naranjas. Siempre como con tanta hambre, Dios, afortunadamente tenía que caminar algunas cuadras y eso quema calorías. En la acera del frente corría una ardilla, luego se perdía entre los papiros y algunos matorrales y zarzas; más abajo hay una quebrada y se escucha el rumor del agua. Tomé mi morral y salí de este remanso idílico, cuasi campestre, bajé caminando hasta la avenida a tomar el autobús.



Las actividades del Congreso se efectuaban en una de las Facultades y conté durante estas conferencias, con la piedad de un viejo amigo, el profesor Alberto Carucci, para quien su especialidad, su vida y sus desvelos la constituían las Culturas Precolombinas. Estaba jubilado de la Universidad y no nos veíamos desde hacía más de 2 años, por lo que íbamos a ponernos al día en nuestras respectivas vidas, o, al menos, en una parte, la que quisiéramos contarnos.



El, quien retornaba de un viaje al Ecuador, sutilmente, se encargó de la labor de completar, con sus comentarios y explicaciones como eruditas notas a pie de página, todos aquellos vacíos que exhibo en esta materia. Sin su ayuda, yo no habría podido escribir con tanta facilidad –y celeridad- todo esto que aquí relataré y dio pie a un reportaje en varios capítulos, los cuales pondrían en algún aprieto a mi jefe en las semanas posteriores por las polémicas declaraciones de mis ilustres entrevistados y como yo me resisto a la autocensura, le diré con mi mejor cara de inocencia. Más placenteros no podrían haber sido los resultados de este viaje.



Pero me adelanto a los acontecimientos, empecé mal, porque llegué a la primera conferencia cuando ya ésta había comenzado, pues me perdí en el Campus, o me distrajo el aroma de un árbol del cual quise arrancar una hoja. Mi amigo, el profesor Alberto Carucci, me esperaba y ya tenía preparado un resumen de lo que no había podido oír debido a mi retraso.



Busco una conexión para mi ordenador, enciendo el grabador que un solícito estudiante ubica estratégicamente en la mesa del conferencista y escucho. Alberto, académico al fin, mantiene en forma su ágil cerebro merced al estudio constante, a la rigurosidad y a la disciplina, posee una mente capaz de retener de manera prodigiosa infinidad de datos que yo apenas alcanzaba a apuntar. Él no necesitaba todos esos artilugios periodísticos a baterías o banda ancha, con el puro cerebro le bastaba.



El conferencista en cuestión, P.H.D en Historia, profesor López Bohórquez y amigo de Alberto desde sus épocas juveniles, leía fragmentos de unas crónicas del 1785, por lo cual, deduje en aquel instante, que la Universidad había sido fundada en ese año, hace ya, más de dos siglos y porque en el Rectorado de dicha Casa de Estudios, se erige una estatua del fundador, un obispo, quien también da su nombre a una avenida, con lo que la Universidad adquiere así, su rango, su estatus de institución profundamente ligada a la Iglesia. Con la iglesia hemos topado, pensé. Pero esa fundación en sí no tiene nada de extraordinario. Digo. Andrés Bello se encuentra en el frontis de una Universidad en el sur del mundo, mirando la congestionada avenida, sentado en un sillón. Los fundadores están ahí, en todas partes, en bronce, atestiguando y recordándonos, a las olvidadizas generaciones posteriores, lo geniales que ellos fueron, que de la nada hicieron surgir instituciones, Estados, Constituciones o Gramáticas. Pero también resultaba, y eso lo comprendí después, mientras bebía un café con mi amigo Carucci, quien me acompañó con un jugo de piña, que los archivos que daban cuenta de todo ello no se encontraban en bibliotecas ni Archivos Nacionales o en solemnes Casas consistoriales o rectorales. No, se encontraban, nada menos que en el Palacio Arzobispal de la ciudad. Que qué diablos hacían allí los papeles fundacionales, pregunté en un susurro a mi amigo, pues, un misterio, respondió sonriendo. Disfrutaba como un niño con estos descubrimientos, pero la mera verdad, probablemente sabía todo esto hacía tiempo, o lo sospechaba. Se lo digo y no lo desmiente, haciéndose el interesante mientras se acaricia la cabellera, antaño rubia y ahora conformada por unas mechas blancas peinadas con esmero.



Leía el profesor que se estarían cumpliendo por estas fechas, 224 años de la creación del que se llamó Real Colegio Seminario de San Buenaventura de Mérida, fundado en 1785 por el obispo Fray Juan Ramos de Lora y reconocido por el rey Carlos III de España el 9 de junio del mismo año. Y no será – prosigue el académico – sino hasta el 21 de septiembre de 1812, en un Decreto expedido por la Junta Gubernativa de Provincia que se crea la primera Universidad Republicana de Latinoamérica bajo el nombre de Real Universidad de San Buenaventura de Mérida de los Caballeros, más tarde, en 1883, Universidad de Los Andes. Uf, qué nombres tan largos, pienso mientras escribo. Es decir, que de acuerdo con esta verdad institucionalizada, el año de 1785 contiene la fecha de la primera cimiente de nuestra Alma Mater – concluye con irónica sonrisa el profesor.



Pero la verdad más bien resultaba ser otra y es que la Universidad había sido fundada por los próceres independentistas, allá por el 1810 y no por Su Eminencia o Ilustrísima autoridad clerical alguna de la época, ni certificada con posterioridad por ningún monarca- recalca- de manera tal, que la estatua del supuesto fundador con sotana, tendría que estar en cualquier otro lugar de la ciudad, como refugio o baño de palomas y no en el frontis del Aula Magna. Sonrisas, murmullos, alguna risa sofocada, más de algún académico allí presente, se mesa la barba. Me cae bien este profe, con su afro en que luce algunas canas, sus lentes de montura dorada, su desparpajo al hablar, ese tono, a ratos histriónico, operístico, con pinta de Otelo. Continúa: En su lugar, debería erigirse en bronce, un monumento o estatua de alguno de los próceres ya citados. Dicho sea de paso, añade con no cierto sentido del humor, tampoco tenemos certeza de que la estatua en cuestión corresponda al susodicho clérigo supuesto fundador, pues no existen registros, es decir, no hay retratos suyos, algún boceto o descripción física en carta o documento. Lo único seguro es que como era fraile, pues llevaba hábitos.



Ahora, bien, prosigue el conferencista, en diversos y documentados estudios, y para ello los remito a mi libro, hemos demostrado que nuestra Universidad fue creada en realidad el 21 de septiembre de 1810 por la Junta Superior Gubernativa de Mérida y no el 29 de marzo de 1785 por Fray Juan Ramos de Lora.



Cita el profesor López un artículo de 1904 escrito por un tal Montsant Pagés, allí se menciona que desde el 1 de enero de 1800 se dio comienzo a la “infatigable labor de pedir al Monarca Español que erigiera la Universidad sobre la base del Seminario”. Algún resultado se habría conseguido en 1808, comenta el profesor, pero como dos años más tarde, repercutieron en el seno de las montañas los primeros preludios de libertad, la Junta Patriótica, a nombre del pueblo de Mérida se apresuró a fundar la Universidad. Eso fue el 21 de septiembre de 1810.



En “Otro punto de historia”, publicado en 1908 ese mismo autor, del que Alberto ya me dará información detallada porque comienzo a perderme con tantos nombres, señalaba: “En 1810, varias personas notables de esta ciudad, vislumbrando ya los primeros albores de la independencia suramericana, y animados de ferviente devoción a la causa santa de la libertad, crearon lo que se llamó Junta Patriótica; la cual, después de algunas providencias de carácter político, acaso invadiendo campo ajeno, pero con propósitos alentados por el patriotismo, resolvieron con fecha 21 de septiembre, dictar acuerdo por el que fundaban la Universidad de San Buenaventura de los Caballeros de Mérida...” Es decir, la Junta habría vestido a un santo con escapulario ajeno, según el tal Pagés, pero todo se justificaba en nombre de los principios patrióticos tan en boga en aquellos años y, en todo caso, desde aquel entonces ya aparece el origen real de la Universidad y sin ningún conflicto aparente con la Iglesia.



Pero qué dicen las actuales autoridades al respecto, pregunta alguien desde las primeras butacas, al parecer un estudiante. Pues, las autoridades universitarias continúan manteniendo una tradición oficializada desde 1950 sin fundamento histórico alguno, ignorando que ya en 1910 se había conmemorado su centenario y en 1960 su sesquicentenario. Numerosos documentos prueban tanto la verdad como las falsedades posteriores y no me cansaré de repetirlo. Concluye.



En resumen, se trataba de una mentira del tamaño de la Catedral que queda frente a la Plaza, decía mi amigo con inocultable deleite académico, mientras se quitaba los anteojos y se secaba con un pañuelo, un ojo que comenzaba a lagrimear. Unos ojos pequeñitos, grises, que casi no veían pero que no dejaban de transmitir gran agudeza. Querían que el Bicentenario de la Universidad coincidiera con la visita del Papa Juan Pablo II. Es decir, el año 1985. Y se salieron con la suya, concluye.



Me distraigo una vez más pensando en los puertos desde los cuales él observa y que se encuentran muy lejanos; es un mar turquesa que no puedo surcar y mis naves no alcanzan a llegar por obra de la prosaica burocracia. Acá es de noche u amenaza con llover, mientras que allá se encuentra la tibieza de ese Caribe lento, sin congestión vehicular, con rostros del Ché, antes que el del corsario Johnny Depp.



El calor que sentimos en realidad es producto del defectuoso aire acondicionado del Auditorium. Llaman a uno de los encargados, pero sólo después que el conferencista declara sentirse sofocado y hace un alto porque a sus años, añade, con ese calor podría darle un ataque y que ya ha bebido demasiada agua. Acto seguido, y para corroborar sus dichos, se levanta y dirige al baño, algunos lo imitan y salen a estirar las piernas o a fumar. El encargado del Auditorium aparece luego de varias búsquedas infructuosas, estaba escuchando un partido de fútbol en la caseta de vigilancia, se dirige a la cabina y examina los controles a ver qué sucede.



Yo aprovecho esa interrupción para desperezarme, pues creo que en algún momento di una cabezada, debería sentir vergüenza, pero la luz tenue de los auditorios suele provocar en mí esa reacción y me adormezco. No importa cuán interesante sea el tema que allí se trate, ni que esté sentada en un mullido sillón o en silla de plástico, igual, voy a dormir a ratos si me bajan la luz con la cara apoyada en la palma de la mano. Así que si no fuese por Alberto, no me había enterado de nada o lo habría hecho por partes y de verdades a medias o medias mentiras los periódicos del país ya se encontraban saturados. Aprovecho también para retocar mi maquillaje y para preguntarle a mi amigo acerca de su viaje a Ecuador, él se toma su tiempo, me ofrece caramelos y una barra de chocolate blanco que extrae del bolsillo de su chaqueta. A ver si te endulzas un poco, me dice. No respondo, avergonzada. Nunca se le escapa nada. Luego alaba mi audaz corte de cabello, recordaba que siempre lo llevé muy largo. A ver, niña, en qué parte nos quedamos, ah sí, te estaba contando de la entrada del Batallón Libertador a la Ciudad de Los Caballeros y con parsimonia describe, cual si los viese, a los triunfantes próceres ingresando a la ciudad en sus flamantes corceles allá por el 1810, mientras la multitud los aclama.



“Mi reino por un caballo”, pero no estamos en la Colonia o el Medioevo, aunque a ratos esta ciudad lo parece, así que cambio la frase, porque entre otros, el objeto de mi deseo es un teléfono celular con roaming international y una tarjeta infinita. Carlo Magno o Simón Bolívar constituirán una referencia en los libros de Historia y Montsant Pagés o Picón Febres lo serán en la historiografía local, pero los imperios siguen allí, a escasos kilómetros de la isla o más bien omnipresentes, ubicuos, vigilantes y nos impiden algo tan simple como levantar el auricular, escuchar mi voz lacónica, entrecortada desde un extremo y las sagas del gigante que se encuentra al otro lado. Me pregunto por qué no ha escrito todavía un libro como el de Snorri Sturlusson, porque él es como esos hombres pretéritos que entre las batallas se sentaban alrededor del fuego a contar sus hazañas.



Mientras, yo sigo tecleando en mi ordenador, se me acalambra una pierna, hago una pausa para cambiar de posición y devorar el chocolate. Mi sabio amigo me aclara que no se pueden consultar tales registros, su Eminencia actual y quienes lo precedieron, guardaron celosamente esos documentos, obviando así, aquello de la transparencia tan en boga y cubriendo con un velo la realidad y, en suma la verdad. Tendríamos que pedir permiso a algún Cardenal allá en Roma, al mismísimo Papa. Otra idea sería birlar esos documentos, me dice medio en broma medio en serio mi profe. En el supuesto que no hayan dado cuenta de ellos las polillas, el moho o los ratones. Estoy a punto de creerle. ¿Te atreverías? Me azuza. Otra vez un niño en busca de aventuras a lo Indiana Jones, seguramente conoce alguna entrada secreta o fue profesor de algún seminarista que nos dará acceso a esos papeles amarillos. Casi parece decirme, a que no te atreves, a que no me quitas esta paja del hombro. Uf, me canso, le digo sonriendo y alguien nos hace callar desde los asientos de atrás.



Dirán algunos que como la Iglesia fundó la Universidad, pues era lógico que ella poseyera tal certificación de nacimiento. Son palabras del conferencista. No será la primera vez que la Iglesia oculta la verdad, quema documentos o modifica los hechos históricos. Ningún investigador ni erudito de la Historia, ni siquiera el Cronista de la ciudad tenía acceso a tal documentación. Los rectores han guardado silencio cómplice. Pero a lo que sí podíamos tener acceso- y nuestro erudito conferencista los erigía como un báculo o una espada, como prueba irrefutable de sus aseveraciones – era a los registros de prensa de la época, donde se daba cuenta, por ejemplo, no ya de la Fundación de la Universidad el siglo XIX, sino de las festividades efectuadas en la ciudad para conmemorar el Centenario de la Casa de Estudios el año de 1910. Es decir, se debía revisar algo así como las páginas sociales de los periódicos de la época, donde se reseñaba que las fuerzas vivas de la ciudad, que la señorita tal o la señora de tal – aquí los rancios apellidos se repiten- habían tocado el piano o habían organizado un brindis o la retreta se presentó en la Plaza o el Palacio Municipal para júbilo popular.



Lee algunos textos escritos en el florido lenguaje de la época, que no por floridos dejan de ser contundentes, en particular el escrito de Gonzalo Picón Febres a quien correspondió el Discurso de Orden para conmemorar el primer centenario de la Universidad de Los Andes. En algún pasaje del discurso el abogado y escritor decía que la Universidad había sido “concebida a la sombra de Dios cerca del templo, la amparó la religión hasta el feliz momento de nacer; nació con los primeros resplandores de la mayoría de la magna revolución de independencia; y… desde entonces no hizo en su retiro, sino alumbrar a muchos pueblos de la nación venezolana... López cita otros nombres ilustres con su voz grave, casi de ópera. Todo se encuentra allí, dice, a disposición del que quiera leer. El que quiera ver que vea, concluye. También pueden consultar o adquirir mi libro, añade.



La verdad es, que la Universidad era laica y republicana, no colonial y clerical. Era una pugna entre dos bandos. Los que defendían no la Verdad Histórica, con mayúscula, sino el Viejo Orden colonial, aún cuando ese orden incluyera mentiras, en la guerra todo se vale. Eso, versus los que abogaban por una nación profundamente republicana, ligada a las gestas libertarias y revolucionarias. Los paladines de la Verdad. Es decir, los que defendían el actual modelo, ese que nos hacía contar con varios y enconados enemigos en el exterior y también dentro de las fronteras. El pasado anquilosado versus el futuro pujante.



Qué importan unos lustros más o menos o unas sotanas en el origen, en la historia, si la universidad actualmente se encuentra de capa caída y sus estudiantes apenas articulan oraciones con sujeto y predicado, pregunto. Pues sí que importaba, me decía mi amigo jubilado. Y es que la Verdad Histórica debía imponerse ante todo, y más en esta coyuntura política. Que los políticos son todos unos ignorantes, replico yo y no pueden citar de corrido ningún hecho histórico como no sea un par de batallas y sus fechas. Mas, el análisis, la reflexión histórica, la proyección de esos hechos y su implicancia en nuestra actualidad, era algo que escapaba a sus mentes más preocupadas de la inmediatez, los votos y de los micrófonos que de la trascendencia. Es verdad, me respondía mi compañero de butaca mirándome divertido tras sus gruesos lentes, pero en vísperas del Bicentenario el debate en torno a todo aquello que los padres fundadores de la República hicieron o dejaron de hacer se encontraba en el centro de la noticia. ¿Te imaginas? Años atrás un hecho histórico jamás se hubiese convertido en tema para la prensa. Ni siquiera merecería un titular, concuerdo yo. Es señal del cambio de los tiempos y concluye su speech con un: Y nadie tiene derecho, no ya a ocultar la verdad, como es costumbre en la Iglesia. Es que se trata de tergiversar los hechos, una mentira descarada que la Iglesia sostiene y mantiene con ayuda de las autoridades universitarias.



Se trata de pecado de omisión, le diré más tarde. En cierta forma, me responde y si nadie, públicamente los desmiente, o, expone en una investigación periodística, lo que este académico trata en su conferencia pasará inadvertido, y la Iglesia mantendrá piadoso silencio como lo han hecho la Universidad por más de medio siglo. Y les niegan, de esta manera, a toda una ciudad, el derecho a conocer la verdad. Es parte de la identidad, de la memoria colectiva. Dicen que la Historia no puede modificarse, pero eso es algo que siempre se ha hecho, y hoy, a cada rato vemos intentos por realizar nuevas lecturas, y no sólo en América Latina, concluye.



Por momentos pienso que todo cuanto sucede forma parte de un huracán en serio, algo así como la amenaza del Cristo viene, que nos aventará muy lejos, nos pondrá a todos de cabeza y va a separarnos. Yo no soy Tania la Guerrillera o Rosa Luxemburgo, mejor opto por seguir oyendo al conferencista quien, educadísimo y cortés, con gran paciencia responde a las preguntas de la concurrencia, aunque más bien quisiera irme a un bar con mi amigo.



Pero es una verdad que tiene sin cuidado a la inmensa mayoría de la población, a los habitantes de los pintorescos pueblitos que rodean a esta Ciudad amurallada por la Universidad, en poco o nada afectan la disputa histórica de una institución vuelta hacia sí misma. Preocupados, como están, de sus cosechas, las que pierden cuando llega la época de lluvias, de los créditos agrícolas o de las rutas y carreteras que se cortan por los derrumbes producto de esas mismas lluvias y los dejan aislados del resto de país como en siglos anteriores. A los estudiantes menos, decimos ambos, preocupados como están, más en vivir la noche hasta morir. Y quién podría culparlos, me preguntará avanzada la noche mi amigo Alberto, comprensivo y bondadoso mientras dirige su mirada hacia un grupo de jovencísimos estudiantes en la mesa cercana, que ríen, beben cerveza y a estas alturas se encuentran bastante ebrios. Más allá, hay otra mesa con otros ebrios y Alberto saluda sonriéndoles, alguno de ellos se nos acerca. Se trata de poetas, amigos suyos, aunque eso de poeta, a mi juicio, resulta excesivo, pero en esta ciudad y en otras que conozco, cualquiera que le escribe unos versos libres a las turgentes tetas de la amiga de turno, se cree con derecho a que le publiquen sus servilletas e inviten a eventos en el extranjero donde beben a cuenta de la Cancillería y dejan mal parado al gobierno y al país, como si no fuese suficiente con la feroz campaña mediática que se libra allende las fronteras. Entonces recuerdo a un intelectual del siglo pasado, Hermann Garmendia, una anécdota que se le atribuye. Aquella donde un impertinente poeta le pregunta, al encontrárselo un día en la calle, por qué, si escribía tanto no publicaba. A esto, ripostaría Garmendia “y ud, que publica tanto, por qué no escribe”. Pues sí, recapacito en voz alta. Quien podría culparlos de ser como son. Después me susurra: No juzgues tan severamente al prójimo… de seguro que con una llamadita telefónica se te quita el rictus de amargura. Me da un golpecito en la espalda y me río, de lo que pienso, de lo que hablamos, de la carga etílica de quienes nos rodean



Me preparo para las otras hogueras, porque de seguro el tema no resultará tan inocente como creyó mi jefe. La verdad que esta noche fue develada, o puesta en el tapete una vez más, por el profesor López Bohórquez, resulta menos retorcida, y no posee, quizás, la trascendencia de la fabulada en un best-seller, como el verdadero origen de las religiones, esos novelones que, invariablemente son llevados al cine con galanes como George Clooney, donde organizaciones secretas conspiran, poseen conexiones por todo el planeta e incluyen persecuciones y aparatosos choques de vehículos en lustrosas calles de las grandes metrópolis.



Aquí no había nada de eso, aunque no por ello dejaba de resultar interesante e importante para el momento que vivíamos en el país, cuando historiadores, antropólogos y otros peritos, por encargo del Jefe del Estado, tenían la obligación de investigar las verdaderas causas de la muerte del Libertador. Es decir, me tocaría aportar al debate sobre la Verdad acerca de la Historia que el Máximo Líder quería revisar.



Se trataba de escribir sobre lo que el clero de esta apartada tierra hizo y posteriormente ocultó no sin la aquiescencia de las autoridades, no será probablemente la última vez que lo haga, ni tampoco la última vez que una mentira caiga. Afortunadamente, esta es una época en que cada día se constata la inutilidad de las religiones y sus prepotentes instituciones. Se trataba de escribir para seguir derribando ese castillo de falsedad, erigido, hace más de dos mil años por un grupo de pescadores en Galilea. Sólo necesitaba conseguir algunas fotografías. El sueño empezaba a vencerme una vez más. Yo creo que me faltan vitaminas.



Así pues, preparo mentalmente mis artículos porque se viene otra edición y nuestro Máximo Líder entregará mañana los 7 lineamientos donde hablará de la nueva ética. Siete es un número sagrado, dirían las integrantes de mi cofradía, mis queridas hermanas de la Nueva Era y Calenda Maia. Pero eso no es revolucionario, aunque tampoco contrarrevolucionario, así que mejor lo mantengo en secreto, nunca se sabe cuando vendrá una nueva cacería de brujas. Todo esto forma parte de las contradicciones dialécticas que vivimos en esta época en que nuestro Máximo Líder llegó para separar la paja del trigo. Pero también pienso que se trata de los desequilibrios entre el ying y el yang, de una suerte de espiral, un caracol donde la felicidad es capaz de contener y guardar la infelicidad. La Suprema Felicidad, ha dicho el Máximo Líder, Magister dixit, larga vida al Mesías.



Pero también existen otros fuegos ceremoniales, otras hogueras en torno a las cuales charlar y danzar; pienso mientras él me narra su último viaje a La Habana, no nos hemos percatado del paso del tiempo cuando las nubes cubren presurosas el cielo pero aún no ha comenzado a llover. La música nos parece muy lejana, todos los aromas, todos los sabores del bosque acuden a su barba que florece. Esas flores, como sus palabras, son todas para mí y yo las atesoro más que si fueran poemas.



DEL TAMAÑO DE MI FE








Los ángeles

miraban incrédulos en este paisaje

la escena de mi no-arrepentimiento

con ojos que eran soles y me herían.







El libro se abre y me muestra lo que quiero ver, lo que deseo, lo que ignoro, lo que temo. Lo que soy o seré y quiénes más vendrán detrás de mí o quiénes estuvieron aquí antes. El libro deja una leve señal para guiarme en la noche oscura del alma. Es como un faro esa luz, ese libro.



A medida que voy internándome en él, comienzo a ver, a percibir, a conocer sus personajes, sus acciones y su particular lógica: por ahí los espectros que me siguen con sigilo desde hace cierto tiempo pero que finjo no ver, por allá asoma un bufón que ensaya morisquetas pero lo ignoro, escucho grillos en pleno centro de la ciudad, mi escenario, después una lluvia pertinaz comienza a caer sobre mí y mi sombrero. Pero no suelto mi libro, lo aprieto contra mi pecho y continuo mi camino, avanzo por este sendero de espinas, sobre brasas ardientes.



Miro el reloj pero sus agujas no se mueven. Por ahí me distraigo, porque miraba el reloj e intentaba calcular la hora, como si el tiempo tuviese valor e importancia en momentos cruciales como este. Después me pierdo, me voy, me desvío, me devuelvo, me duermo, me arrepiento, hago trampas, me quedo esperando que alguien pase, que alguien se apiade, me dé un aventón, hasta que aparece Dios el Salvador, Omnipotente, Omnipresente, Todopoderoso, Misericordioso en su automóvil celeste y sin relámpagos pero con las luces altas y le digo distraída, sentada al borde del camino sobre una piedra, mientras me pinto las uñas de metálico celeste para estar a tono con las celestiales circunstancias: - Cómo, pero si tú no existías, Padre Celestial.- porque una cosa es ser atea y otra muy distinta, maleducada.



Pero el Creador es benigno también y de unas mangas de rayas de suavísima tela emergen sus hermosas manos creadoras, sin callos ni asperezas, ofreciendo un puñado de rojas fresas, extraídas de un campo de fresas para que corran las niñas fresa. Pero el libro también describe en una de sus páginas que al otro lado, digamos que en el bando enemigo, más allá, en la majestuosa y blanca montaña, se encuentra un campo de rojas amapolas donde corren las otras niñas, las que son como yo y para allá parto rauda no vaya a ser que se acaben las amapolas.



Me justifico diciéndole al Padre Eterno que disculpe, después de todo soy sólo una fémina, es decir, un ser de fé menor y qué culpa tengo que a los hombres del medioevo se les ocurriese establecer sus prejuicios acerca de mí como una verdad inamovible. Así pues, en realidad la culpa de mi volubilidad y escasa fé la tienen ellos, no yo. Todas las historias que nos cuentan han sido una enorme patraña construida por los hombres para intentar explicarse a sí mismos y de paso someternos a nosotras. Aunque quizás la conducta humana no ha sido más que producto de un moldeado, de un modelado a través de proteínas presentes en nuestro código, en nuestro ADN y quizás, y sólo quizás, si las inhibiéramos podríamos cambiar, dejar de ser los hombres y las mujeres que somos y convertirnos en otros y otras distintas, mejores.



Luego de este arranque de feminismo, de ingenuidad al pensar en la bondad natural, de pensamiento pseudocientífico, porque no soy ni bióloga ni nada, veo que por allá lejos se divisa una iglesia con su respectivo púlpito. Pienso que las construcciones filosóficas al igual que los templos no dejan de resultar fascinantes y que los orientales más orientales plantean que el fin último es dejar de pensar y contemplar. También algunos de sus edificios sagrados son de una simpleza maravillosa. Así que mejor contemplemos y no hablemos pero de todas formas algo tengo que decir antes de desaparecer, de caer en el vacío, me justifico.



Para decirle esto me he subido al púlpito de la iglesia colonial que aún queda en pie en esta ciudad, una iglesia pintada de blanco, techo con vigas de madera y santos polícromos por todos lados. Aunque le temo a las alturas - voy asiéndome de la frágil baranda de madera oscura- no puedo perder quizás la única oportunidad que tendré en la vida de ocupar el sitial que históricamente ha sido patrimonio de los hombres. Así que llego hasta arriba y abro el libro. Se ve todo distinto desde las alturas, aunque me separan apenas unos metros de la feligresía que lee revistas y come papitas fritas sin mayor recato ni recogimiento alguno, mientras esperan mi revelación.



Pronuncio mis breves y oportunas palabras, ellos se quedan con la boca abierta, me bajo del púlpito y me voy corriendo al campo florido.



Un Chardonnay frío y unas peras en la terraza me aguardan desde hace rato. Llego con las mejillas arreboladas de tanto correr y mi ramo, también colorado, en una mano. Son muchas las flores recogidas, claro que tuve que luchar por ellas a brazo partido, en realidad, me caí a trompadas con varios, deseosos de arrebatármelas. Yo olvido por un momento mis modales de señorita y me comporto como un estibador; los maldigo a todos y les muestro mi Parabellum sin balas, pero igual se asustaron y salieron corriendo.



Oigo unas botas sonando a lo lejos; ¿Será el Misericordioso acercándose inexorable, implacable para señalar en ese libro mis pecados? Qué manía la suya esa de querer redimirme cuando prefiero propinarme solita mis cien latigazos reglamentarios cada vez que el remordimiento me muerde el alma, o el sitio donde imagino que ésta se encuentra. Pero simulo no oírlo y bebo Chardonnay del cáliz sagrado.



Todo eso aparece en ese libro que es el faro que nos guía y me ilumina en las noches mientras afuera sigue cayendo la lluvia. Yo, como siempre, continúo bebiendo.



Así dice el libro. Eso fue lo que me enseñó y yo, religiosamente, me lo creo.

LAS BATALLAS DE VALPARAISO, QUE SEGÚN CUENTAN, ERA EL PARAISO




Mi casa era la proa de un barco
desde donde me asomaba a mirar el anfiteatro del radiante y  sórdido mundo en  que vivía. 




Era como un aire de batucada el que se escuchó cierta vez por las calles. En aquel tiempo,  las batallas se producían en mi cabeza, como cuando Atenea surgió entre el clamor y las armas batiéndose y rechinando, es decir que no lo imaginé. Fue real la música que escuché y como producía un ruido ensordecedor de esos  que no la deja a una dormir ni concentrarse ni hacer nada, no me quedó más remedio que salir y sumarme a la alegre y despreocupada multitud.

Nosotras, porque esto incluye a varias,  nos plegamos a ese carnaval y  seguimos al rebaño bailando, como si nada, porque no podíamos parar de girar y bailar, éramos como las Bacantes pero sin Baco y tan felices.  Una lluvia se desató de pronto, una lluvia de luciérnagas, de hojas de papel como pájaros que después se guarecieron en ventanas y azoteas. Sonaron techos y latas de zinc: eran las gotas que golpeaban.

Así eran las batallas que soñaba y las que no soñaba, también. Así las nubes, así la neblina que corría por entre los viejos edificios abandonados, como espectros, como una nube tóxica, como un castillo lleno de fantasmas y no daba miedo nada de eso que veíamos o escuchábamos porque se trataba de una ciudad mágica, claro que con muchos ratones, basura y una legión de perros vagabundos.

Valparaíso, que así se llama la ciudad,  era una fiesta interminable, el olor yodado  del mar en nuestras narices y el viento agitando  bufandas cuando subíamos por Almirante Montt, bajábamos por Urriola o estábamos a punto de volar desde los funiculares mientras nos miraban los gatos, el mar iluminaba hasta la avenida Errázuriz con sus edificaciones como  proas de vacías embarcaciones, buques fantasmas en medio de la noche, la niebla, los mendigos y  sirenas de barcos partiendo sin nosotras que agitábamos pañuelos en calle Papudo, cerca del Hotel Turri, o en la calle Templeman donde crece la hierba entre los adoquines.

En esa batallas también se encontraban de vez en cuando unos vampiros que bebían jugo de arándanos y rojas y frescas sandías. Eran vampiros para la foto, para las portadas de revistas, para la historia, para el recuerdo,  a los que a veces se veía descender de los funiculares.  Eran unos vampiros un poco retro que deambulaban con largos, pesados y bellos abrigos que se elevaban con el viento helado que corría, que ululaba a esas horas de la madrugada. Unos vampiros que declamaban a Pessoa e iban murmurando un poema suyo mientras las gotas frías mojaban sus rostros ocultos por el ala de los sombreros. Era como una película en blanco y negro de Wilhem Murnau todo aquello y esos vampiros, unos verdaderos exhibicionistas. 

Sé de uno en particular que se parecía a Gary Oldman, usaba unos espejuelos iguales a los suyos y detrás estaban sus ojos hipnóticos y seductores. Lo conocí, porque mi amiga, que en aquel entonces se creía Wynona Ryder era su novia, y me lo presentó una noche.  Ambos vivían en un juego interminable reproduciendo una y otra vez aquel film que los fascinaba.

Otros vampiros eran más posmodernos  y  paseaban por las plazas, por Aníbal Pinto, por Condell, por Plaza Victoria, con lentes oscuros esperando el inicio de las funciones en los teatros y los cines. Vestían de negro, como sacerdotes, pero Giorgio Armani, llevaban los ojos delineados, medallones de plata,  negro el cabello,  hermosos anillos y algunos eran tan bellos como princesas, se apeaban de autos último modelo y hasta firmaban autógrafos como estrellas de rock, como djs europeos en el Muelle Barón. Se trataba esta de una batalla de la estética.

Todo eso vi en Valparaíso, puedo dar fe de ello, no me lo contó nadie ni lo soñé, porque una madrugada, cuando volvía a casa, me topé a uno de esos vampiros en la puerta y tuve que darle algunas monedas. Claro que era uno de esos vampiros cronófagos,  los  más abundantes y hay que deshacerse cuanto antes de ellos.

En otra ocasión  vi un mar rojo, un mar oscuro como las cerezas y oloroso. Un mar que corría por las calles de Valparaíso. En realidad había sido un container que transportaba Carmenere  y que fue chocado por otro camión en la carretera que iba a Santiago de Nueva Extremadura. Así fue entonces, que aquella noche el vino bañó el pavimento y no pocos fueron a recoger ese regalo de los dioses paganos, ese precioso obsequio dionisíaco, más valioso que el oro que  alcanzaba para llenar tinas, tinajas, toneles y bañeras, y que era más que el mismísimo mar pacífico de las costas de Valparaíso.

Y fueron muchos los llamados, y nunca como entonces se vio tanta anónima solidaridad a la hora de la repartición, a la hora de recoger y salvar esa fuente generosa que manaba del container. Mientras, el conductor del camión, desde la acera de enfrente, encendía un cigarrillo resignado y continuaba telefoneando a sus amigos para que acudiesen al sitio del suceso.

Ese festín  constituía otra batalla, pero contra el tiempo. Así fue que desde entonces esa calle huele como el gigantesco piso de un bar. Y esta historia tampoco me la contó nadie, porque yo misma fui una de las que bebió del Carmenere esa noche de noviembre y varias noches más que siguieron.

También sé de otras batallas, de otras historias un poco más sórdidas, más oscuras,  más anónimas, más distantes en el tiempo y la memoria; a ellas me referiré en otra ocasión, porque son de esas batallas que sí dan mucho miedo y hay que contarlas el día o la noche de San Juan o de San Bartolomé.

El primero es el que se aparece montado en una higuera a medianoche y promete enseñarte a tocar la guitarra, el acordeón o el laúd  antes del amanecer. Eso, si te atreves a subir con él. Tales historias son para narrarlas a una nutrida concurrencia, como por ejemplo un grupo de niños muy pequeños que no quiere irse a dormir.

El segundo en cambio, San Bartolomé, no regresa a su casa al amanecer, permanece suelto el año entero causando toda suerte de desmanes y en verdad que sus historias son terribles. Algunos dicen que se oculta en una cueva  subterránea con los botines que obtiene. En este punto, debo recordar que la ciudad de la cual les hablo, se erige una parte sobre el mar  y los restos de naufragios y la otra, sobre cavernas muy profundas.  Hay quienes sostienen que se esconde en los muelles y parte cada año en un barco a algún rincón del planeta a librar otras sombrías batallas pero después regresa a la ciudad, no vayan a creer.

LA CASA EN EL AIRE

El castillo que vuela es mi casa. Un trasto inviable como construido por la imaginación de Leonardo Da Vinci lleno de recovecos, engranajes y poleas, laberintos, sombreros y conejos, sin relojes ni cerrojos. Un universo como suspendido por hilos con una clave mágica para que nadie pueda entrar. Allí vive el hijo amado, acunado por el murmullo del mar lejano. El castillo que está en el cielo y a estas horas sobrevuela la ciudad, es mi hogar. Allí escribo, monitoreo el mundo, lo analizo y creo otros mundos, mejores, para mi hijo: Son la noche en un faro al fin del mundo. Son ballenas y lobos marinos guiándolo entre las olas con acordeones y capitanes de gorras azules y pipas. Son fantasmas subiendo a los funiculares que eleva el viento. Son trenes que transitan raudos por rieles en una isla imaginaria, atravesando túneles, estaciones, puentes y empinadas colinas. Son batallas de guerreros nipones imperiales. Son dragones de fuego, espadas y castillos medievales. Son viajeros interestelares como Ziggy Stardust con una guitarra al hombro o el Pequeño Príncipe y su fiel zorro equilibrándose sobre un aeroplano, con su libreta de hojas y corderos. Son princesas posmodernas en bosques de asfalto. Son dioses jaguares en la guerra florida. Son hadas vestidas por John Galliano. Son príncipes bellos como mi hijo, cruzando mares, desiertos y montañas cubiertas de nieve las historias que le cuento. Son cuentos que le cuento para que se duerma tranquilo y olvide por un instante que habita un castillo que está en el aire. No quiero que despierte y se asuste y entonces, vuelta a contarle otro cuento.

Mirando Valparaíso desde el Cerro Cordillera, 2002

Mirando Valparaíso desde el Cerro Cordillera, 2002
Mi casa era el viento ululando por Valparaíso,/las luces de Quintero/los perros vagos deambulando por las calles.

En las alturas titeremundanas

En las alturas titeremundanas

John Márquez tras la cámara y Rodrigo Acosta en la dirección del programa infantil Títere Mundachi.

John Márquez tras la cámara y Rodrigo Acosta en la dirección del programa infantil Títere Mundachi.

En el bosque titeremundano...

En el bosque titeremundano...

Aunque algunos parezcan mutantes... Noo! Es Títere Mundachi

Aunque algunos parezcan mutantes... Noo! Es Títere Mundachi
Grabando en Mérida el programa infantil que dirige Rodrigo Acosta. Un montón de locos creativos con él a la cabeza han dado cuerpo a esta serie televisiva.

En pleno rodaje y con mucho frío.

Un felino porteño

Un felino porteño
Personaje característico de las calles de Valparaíso, visto por Marcela Latoja.

La ciudad que se deshace lentamente.

La ciudad que se deshace lentamente.
Siempre Valparaíso, por Marcela.

Subiendo hacia el Cerro Concepción.

Subiendo hacia el Cerro Concepción.
Los colores de la ciudad. By Alex Aguero.

Siempre presente... Allende.

Siempre presente... Allende.
Bajando por Almirante Montt, hacia Plaza Aníbal Pinto. Otra foto de Alex Aguero.

En pleno Almendral, mi escuela.

En pleno Almendral, mi escuela.
Escuela Ramón Barros Luco, Valparaíso. Es una construcción que data de 1926 y debe su diseño al arquitecto Alfredo Azancot. Conjuga diversos estilos y aunque ha sido modificada en su interior, aún conserva su misterio, como sus fantasmas, por ejemplo. Quienes estudiamos allí tenemos más de una historia al respecto.