Cuando pienso en Valparaíso, pienso que en aquel entonces, como en los tiempos bíblicos previos a la caída, todo era puro placer, delectación total e infinita. Eso creía en aquel tiempo ya lejano, así que ¿para qué detenerse a pensar? ¿Para qué correr el riesgo de olvidarse en el ínter tanto que el alma era una bacanal interminable, un mar Tirreno el vino, un sinsentido metafísico el alma, un paroxismo los sentidos, un travestismo la ciudad antigua y sus colores irrepetibles, un a dónde voy dónde vamos dónde nos llevan cuándo nos vemos o qué me importa?
En aquel entonces, todo aquello no me interesaba, pues tampoco había ningún lugar al cual arribar, ni llegadero, parada de autobús o muelle, sólo el viaje, el bello viaje a reinos perdidos en la memoria.
Después fueron dioses oscuros, tramposos y ambiguos los que vinieron para llevarse mi música y las palabras pronunciadas a otra parte.
Y a pesar de todo, la ciudad era una fiesta interminable con algas, el olor yodado del mar en las narices y el viento agitando las bufandas o a punto de volar desde los funiculares mientras miraba los gatos, el mar iluminado, los edificios como proas de vacías embarcaciones en medio de la noche, la niebla y los mendigos.
Para ser sincera, ninguna entendía nada de nada, salvo las flores de la adormidera en nuestras manos frías. Nada existía, mucho menos las sirenas de los barcos con marineros partiendo sin ellas que agitaban pañuelos o el espectáculo de lo que éramos o pretendíamos ser y en eso se nos pasaba el tiempo y la vida. En eso, contemplando el mar sacudido por la tormenta en invierno, bebiendo chocolate caliente, leyendo a Maqueira, a Lemebel o viendo las películas de Emir Kusturika y Tim Burton, pero con fantasmas menos teatrales, más corpóreos, sin el bello cherokee Johnny Depp que nos acariciara e hiciera el amor, sin gitanos que animaran bodas o funerales, pero igual de enloquecidos todos y todas, tocando el acordeón en el techo, y algunas veces, hasta siendo muy felices. Pero después, ya no.
En aquel entonces, todo aquello no me interesaba, pues tampoco había ningún lugar al cual arribar, ni llegadero, parada de autobús o muelle, sólo el viaje, el bello viaje a reinos perdidos en la memoria.
Después fueron dioses oscuros, tramposos y ambiguos los que vinieron para llevarse mi música y las palabras pronunciadas a otra parte.
Y a pesar de todo, la ciudad era una fiesta interminable con algas, el olor yodado del mar en las narices y el viento agitando las bufandas o a punto de volar desde los funiculares mientras miraba los gatos, el mar iluminado, los edificios como proas de vacías embarcaciones en medio de la noche, la niebla y los mendigos.
Para ser sincera, ninguna entendía nada de nada, salvo las flores de la adormidera en nuestras manos frías. Nada existía, mucho menos las sirenas de los barcos con marineros partiendo sin ellas que agitaban pañuelos o el espectáculo de lo que éramos o pretendíamos ser y en eso se nos pasaba el tiempo y la vida. En eso, contemplando el mar sacudido por la tormenta en invierno, bebiendo chocolate caliente, leyendo a Maqueira, a Lemebel o viendo las películas de Emir Kusturika y Tim Burton, pero con fantasmas menos teatrales, más corpóreos, sin el bello cherokee Johnny Depp que nos acariciara e hiciera el amor, sin gitanos que animaran bodas o funerales, pero igual de enloquecidos todos y todas, tocando el acordeón en el techo, y algunas veces, hasta siendo muy felices. Pero después, ya no.
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