viernes, 14 de noviembre de 2008

Underwater Love

Tengo la certeza de haber entrado en un santuario, tan desprovisto de todo, sólo con lo elemental y un crucifijo de madera en una pared blanca del que pende un rosario de cuentas azules. En una mesa, otro rosario que me hace imaginar los colores de San Francisco de Asís. Mientras, me siento en el lecho del gigante barbado, desde donde lo observo ir y venir.

Hay una luna, un croar de ranas allá afuera que después desaparecen bajo otras resonancias y otros astros. Buscamos una banda sonora en los archivos, entonces emerge esa voz desgarrada, violenta, casi adolescente que acompañara una parte de mi vida hace muchos años. Pero hoy todo es presente, no hay tiempo para sumergirse en recuerdos tristes o alegres, porque él ahora ocupa el espacio y el tiempo. Él y la música que sale del ordenador.

La realidad escapa a cualquiera de mis fantasías. Mi rostro se sumerge en su barba, mi nariz, mis labios, recorren su rostro, su pelo, su cuello buscando un aroma, un sabor desconocidos. Otro tiempo muy lejano acude a mí, hablándome de bosques, de oscuridades y resplandores que no he visitado aún. Golpeo y él, con un gesto, me invita a entrar. Yo me instalo, me hundo en este espacio umbrío tan distinto y lo exploro lentamente, sin temor, con curiosidad.

Así lo recordaba, mientras emerjo otra vez de ese océano y camino rumbo a la oficina donde leo, traduzco, intento organizar este caos en que quedó convertido el lugar de trabajo, en realidad una prolongación de mi propio caos. Las facturas no cuadran, el teléfono no cesa, son llamadas imperiosas, exigentes, impidiéndome escribir. Miro la chequera, más bien un objeto simbólico en mis manos pero que posee poderes y es capaz de producir más de un sortilegio. Pero necesitamos varios hechizos y más de algún conjuro certificado y comprobado para que la embarcación navegue, me repito y mi voz la guarda una botella mensajera que arrojo al mar. Los puertos desde los cuales él observa distraído se encuentran muy lejanos; es un mar turquesa que no puedo surcar y mis naves no alcanzan a llegar por obra de la prosaica burocracia. Tanto sol en la calle y en el protector de pantalla del ordenador hace que imagine la tibieza de ese Caribe lento, sin congestión vehicular, con rostros del Ché, antes que el del corsario Johnny Depp. El calor que sentimos en realidad es producto del defectuoso aire acondicionado, todos parlotean a mi alrededor, se supone que están trabajando. Si pudiera, si lo tuviera, extraería un látigo como el de mi predecesora Quintrala y verían. ¿Qué verían?

Me hundo nuevamente, yo sí sé lo que veo: en el fondo de ese mar hay unas flores amarillas gigantescas como girasoles de pesado aroma y más allá, un perro flanquea la puerta de metal de ese santuario que, sin embargo, es permanentemente invadido por una corte de duendes, conductores de carrozas, la banshee que habita en el ordenador y hombres tragaespadas. Adentro, espera el gigante, el señor de esos dominios quien ahora me mira desde un árbol, yo subo lentamente a buscarlo y extiendo un brazo para alcanzarlo, como haría para obtener las manzanas más altas. Me trepo a su pecho para sentir los latidos de su enorme corazón. Son como tañidos que hacen caer sin cesar las hojas en ese bosque revisitado en sueños, en esa floresta donde quisiéramos descansar si no repicara tanto el teléfono y en la cual las hojas han formado un lecho blando, tibio que nos cobija. Mis piernas lo aprisionan para no dejarlo escapar hacia la oficina, los papeles y otras soledades que puedan lastimarlo, que puedan lastimarme.



Sin embargo ahora digo “Mi reino por un caballo”, pero no estamos en el Medioevo, aunque a ratos esta ciudad lo parece, así que cambio la frase, porque entre otros, el objeto de mi deseo es un teléfono celular con roaming international y una tarjeta infinita. Carlo Magno será una referencia en los libros de historia, pero los imperios siguen allí, a escasos kilómetros de la isla o más bien omnipresentes, ubicuos, vigilantes y nos impiden algo tan simple como levantar el auricular, escuchar mi voz lacónica, entrecortada desde un extremo y las sagas del gigante que se encuentra al otro lado. Me pregunto por qué no ha escrito todavía un libro como el de Snorri Sturlusson, porque él es como esos hombres pretéritos que entre las batallas se sentaban alrededor del fuego a contar sus hazañas.

Aquí existen otros fuegos ceremoniales, otras hogueras en torno a las cuales charlar y danzar; no nos hemos percatado del paso del tiempo cuando las nubes cubren presurosas el cielo pero aún no ha comenzado a llover. La música nos parece muy lejana, todos los aromas, todos los sabores del bosque acuden a su barba que florece. Esas flores, como sus palabras, son todas para mí y yo las atesoro más que si fueran poemas.

No hay comentarios:

Mirando Valparaíso desde el Cerro Cordillera, 2002

Mirando Valparaíso desde el Cerro Cordillera, 2002
Mi casa era el viento ululando por Valparaíso,/las luces de Quintero/los perros vagos deambulando por las calles.

En las alturas titeremundanas

En las alturas titeremundanas

John Márquez tras la cámara y Rodrigo Acosta en la dirección del programa infantil Títere Mundachi.

John Márquez tras la cámara y Rodrigo Acosta en la dirección del programa infantil Títere Mundachi.

En el bosque titeremundano...

En el bosque titeremundano...

Aunque algunos parezcan mutantes... Noo! Es Títere Mundachi

Aunque algunos parezcan mutantes... Noo! Es Títere Mundachi
Grabando en Mérida el programa infantil que dirige Rodrigo Acosta. Un montón de locos creativos con él a la cabeza han dado cuerpo a esta serie televisiva.

En pleno rodaje y con mucho frío.

Un felino porteño

Un felino porteño
Personaje característico de las calles de Valparaíso, visto por Marcela Latoja.

La ciudad que se deshace lentamente.

La ciudad que se deshace lentamente.
Siempre Valparaíso, por Marcela.

Subiendo hacia el Cerro Concepción.

Subiendo hacia el Cerro Concepción.
Los colores de la ciudad. By Alex Aguero.

Siempre presente... Allende.

Siempre presente... Allende.
Bajando por Almirante Montt, hacia Plaza Aníbal Pinto. Otra foto de Alex Aguero.

En pleno Almendral, mi escuela.

En pleno Almendral, mi escuela.
Escuela Ramón Barros Luco, Valparaíso. Es una construcción que data de 1926 y debe su diseño al arquitecto Alfredo Azancot. Conjuga diversos estilos y aunque ha sido modificada en su interior, aún conserva su misterio, como sus fantasmas, por ejemplo. Quienes estudiamos allí tenemos más de una historia al respecto.