
Desde mi posición de observadora, era bastante sentenciosa cuando de políticos y sus relaciones que iban más allá de la esfera de trabajo, se trataba. A mis ojos, eran todos un montón de sátiros con ropa carísima que no sabían lucir (se dedicaban a la política, no trabajaban como modelos de Hugo Boss o Calvin Klein), casados con sacrificadas y aburridas mujeres que criaban hijos, hacían labores sociales o se dedicaban a sí mismas gran parte del tiempo, aunque algunas realmente gobernaban con mayor eficiencia que sus maridos. Mientras ellos, como parte de sus funciones, asistían de vez en cuando a desfiles de moda donde compraban bellos vestidos que todavía más bellas modelos lucían en pasarela. Y mientras regalaban esas prendas exclusivas a sus mujeres, se acostaban con las modelos. Ni conocía políticos, ni era amiga de la esposa de alguno y mucho menos era maniquí de Versace o John Galliano. Los primeros merecían mi más hondo desprecio, mi piedad las esposas y secreta envidia las últimas, porque poseían piernas interminables, toda la ropa les encajaba a la perfección y no batallaban, como yo, contra la celulitis y el sobrepeso.
No. Yo trabajaba en un periódico de izquierda, un medio donde, lamentablemente, ni el glamour ni el dinero tienen cabida y por lo general, ando enfundada en jeans aún menos glamorosos, los que ni siquiera son Levi´s originales. Entonces, Hécate, (como dicen que decía Homero en La Ilíada) que me ligo o enredo o me enamoro sin saber (o sabiendo) de uno de estos “señores políticos”.
Aclaro que este sujeto en cuestión es bastante sui generis, porque para mí tenía sólo fama de conspirador y dinamitero. En realidad muchos son sus secretos, sus silencios y en cambio despliega todas las sonrisas, su mejor carta de presentación, al igual que sus ojos. También recuerdos gangsteriles, fotos de frente, de perfil y sótanos se mezclan con proclamas, y ese desear trabajar por la libertad y un mundo nuevo, discursos, multitudes, banderas y él, tras bambalinas, dirigiendo. Sólo le falta un mapa donde ensartar pequeños alfileres de colores para ir nominándolo, bautizándolo todo, como si nada hubiese existido antes de su llegada al virreynato que gobierna. ¿Un político lo es porque se dedica a la cosa pública, o se trata en su caso de un conquistador normando que se equivocó de territorio, de época?
El corazón de este highlander de la política a veces está guardado en una fotografía, esa donde sonríe junto a su hermano. Una cruz, no en su espalda, sino en la gaveta del escritorio, también un revólver, quizás mejor argumento en determinadas circunstancias, cuando el discurso y su sonrisa no sean suficientes. ¿Qué es el triunfo y qué la derrota? Piensa él, mientras decide el futuro de otros; pienso, mientras escribo, que aún falta tanto para cerrar la edición de este número y para verlo.
¿Qué me flechó de él? Me pregunto. ¿Fue su signo, la forma de mirarme cuando no sabía todavía que me estaba mirando (pero eso lo dice una canción), eso aventurero y loco, alegre y triste a la vez que descubrí cuando me habló de su separación (la tercera o cuarta, ya ni sé), o más bien son las ojeras que me dicen tanto o más que sus palabras?
¿Qué significa el poder? Escribo, me pregunto, aunque no es algo que me interese, como no sea para teorizar al respecto y llenar páginas si fuese necesario. Pero en él constituye una preocupación. ¿Acaso existe algo que interese más a un hombre? Antes, fueron las espadas; hoy son los proyectos de ley. Mientras, adivino el parpadeo, el suyo, a la vez que susurra en mi oído, al teléfono, que esta noche tampoco vendrá, está tan lejos, a horas de distancia. Nos separan decisiones, las suyas (porque yo nada decido, sólo me dejo llevar, como la marea), decretos, anteproyectos, vidas ajenas, personas (compañeros, camaradas) que no conoceré nunca.
De este lado de la trinchera tengo que transcribir una aburrida entrevista, leer interminables análisis y resolver algunos problemas de insubordinación menor entre el personal. Ambos estamos construyendo, en cierta medida, al menos eso nos hemos dicho, aquello en lo que creemos. Él apostando hasta el alma y su vida. Yo, desde mi atalaya, desde la objetividad a que me obligo o que finjo para no comprometerme y poder escribir en paz.
Aunque debo confesar, que secretamente me he rendido a la brillantez del Máximo Líder. Como si se tratase de una novela de Orwell o Huxley; como si fuese un Profeta con camisa roja arengando a los ejércitos que lo saludan en la plaza; Como una súper star ante cuyo nimbo y luminosidad, las adolescentes desfallecen. Debe ser casi en lo único que creo. Otras cosas me indignan en este mundo, pero esas las dejo para las editoriales y los artículos de fondo. No citaré nombres ni apellidos poco ilustres que hoy profitan de este Reino de lo posible, pero la historia no los absolverá, lo sé. El filo de la espada de Dios caerá sobre ellos, pienso mientras sonrío con satisfacción y en ese espejo en el cual me miro se encuentra mi madre.
Él me ha pedido que omita algunas palabras de mis escritos, que no toque determinados temas, pues tiene muchos enemigos y a veces, yo no alcanzo a comprender la magnitud de este trabajo o del suyo, la responsabilidad que conlleva la escritura o las decisiones que él toma y que arrastran a otros consigo. Ando alegremente diciendo y escribiendo lo que me dicta la conciencia y las ganas, que en mi caso se confunden, como confundo el amor con el trabajo. Me justifico diciéndome que soy previa al pensamiento cartesiano que lo dividió todo y arrojó lo que no era racional al patio trasero, ese que Freud considera el inconsciente, las emociones, las intuiciones. Yo no quiero entender nada de modernidades masculinas, soy premoderna, soy salvaje y hago como que no me interesan los enemigos propios, que no son demasiados en todo caso. Pienso que para tener enemigos se necesita más inteligencia de la que en verdad aparento; mientras que para amarlo, sólo necesito amarlo. Y sin embargo ni mi amor ni mis rituales cuando nos encontramos son suficientes. Y sin embargo me rodeo de hombres y son su mundo, su discurso y su idioma los espacios en los cuales debo desenvolverme y transitar, como una traductora, como una pasajera, como una minoría.
El teléfono no vuelve a repicar, de seguro una reunión de gabinete que se prolonga hasta lo indecible y mucho whisky, que no lo deja venir hasta mí para intentar alejar culpas y temores, para exorcizar fantasmas y angustias. Una audiencia que se extendió más de lo calculado, un viaje inesperado que impide refugiarme en él y olvidar por un rato genocidios, fraudes, pugnas, la locura que gobierna el planeta, o mis propias inseguridades mordiéndome.
A veces nos encontramos y desencontramos en actividades públicas o reuniones de trabajo donde debemos fingir que nada ha ocurrido, que nada sucede entre nosotros; todo el mundo simula y aún así, también ejercitamos la hipocresía. ¿La ética revolucionaria incluye la mentira? Es que la revolución, la felicidad y el bien del colectivo son más importantes que individuales anhelos, que urgencias femeninas. Se supone que debo sonreír en estas circunstancias, como toda una fría profesional, como si hubiese egresado de la Academia Diplomática, como una revolucionaria convencida, mientras una cortina de humo, un mar de personas me impide siquiera dirigirle una palabra o tocar su mano. Nunca fui buena actriz y quisiera llorar. En esta maldita ciudad no se consigue un maldito dealer. Así que mejor opto por salir a comprar zapatos y tintura para el cabello. Mi frivolidad le molesta, pero no tengo más armas con las cuales defenderme.
Del ordenador donde me refugio por las noches, emerge la música que me lleva; yo corro, me arrojo en sus brazos, la muerte no me alcanzará, él me protegerá, dice una voz con un acento parecido al suyo. Pero es que estoy quedándome dormida, él sólo está en mis sueños, como el de la otra noche, donde era un marinero barbado que volvía, con un morral al hombro, desde otros mares y yo era una simple profesora rodeada de adolescentes, esperándolo en una calle cualquiera. Algunos aman el amor de los marineros que besan y se van, yo quiero revelarme y me repito que carezco de vocación de Penélope, pero aquí estoy, frente a la pantalla, bebiendo café, mientras mis dedos recorren el teclado y no su rostro, mirando de reojo el teléfono por si suena, pero creo que no lo hará.
La revolución es como un huracán, dice nuestro Máximo Líder. Todos asentimos, su encendida palabra es ley, nuestros corazones henchidos están con él, con su mensaje a través del cual nos promete guiarnos a una nueva era, donde él será el conductor, el Mesías, y nosotros sus ovejas prestas a la batalla o al matadero. Aunque me resisto al rebaño, yo nací en la estepa y me confundo, porque este Mesías de la posmodernidad habla de un tiempo que nada tiene que ver con la plácida New Age de los delfines que conozco, o la cítara en medio de sonoridades y texturas electrónicas, transportándome a una época imprecisa, o el yoga, los inciensos y el tai chi que alejan las iras del alma y preparan mi cuerpo para recibirlo e invitarlo a volar conmigo.
Este es un huracán en serio, con la amenaza del Cristo viene, que nos aventará muy lejos, nos pone de cabeza y que va a separarnos. Yo no soy Tania la Guerrillera así que mejor opto por escuchar a Muddy Waters, a Stevie Ray Vaugham y B.B King y después salir a buscar un dealer, pero la burocracia en el Reino de lo posible complica hasta eso. ¿Y quién soy yo para criticar este proceso? Así pues, sigo escribiendo porque se viene otra edición y nuestro Máximo Líder entregará mañana los 7 lineamientos donde hablará de la nueva ética. Siete es un número sagrado, dirían las integrantes de mi cofradía, mis queridas hermanas de la Nueva Era y Calenda Maia. Pero eso no es revolucionario, aunque tampoco contrarrevolucionario, así que mejor lo mantengo en secreto, nunca se sabe cuando vendrá una nueva cacería de brujas. Mi escoba, anda un poco estropeada por estos días como para escapar de las distintas hogueras que los Savonarolas están prestos a encender y ya es demasiado tarde para irse a otro tiempo. Todo esto forma parte de las contradicciones dialécticas que vivimos en esta época en que nuestro Máximo Líder llegó para separar la paja del trigo. Pero también pienso que se trata de los desequilibrios entre el ying y el yang, de una suerte de espiral, un caracol donde la felicidad es capaz de contener y guardar la infelicidad. La Suprema Felicidad, ha dicho nuesto Máximo Líder, Magister dixit, larga vida al Mesías, los que van a morir en tu nombre o en nombre de la revolución o de la felicidad te saludan.
Sí, creo que mañana escribiré acerca de eso, siempre y cuando mi horóscopo chino no diga lo contrario y después que tú, highlander de la política, vengas por fin a encontrarte conmigo.
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