A mi amigo Max Alarcón, fabulando y
cocinando en alguna parte del
continente americano.
Los seres humanos creemos que hemos dejado de ser salvajes porque alguien inventó la salsa bechamel y porque ya no comemos los alimentos crudos. Algo que no es válido para los japoneses y su cocina tan de moda hoy en día. Pero ocultando el hecho de que cometemos asesinato, sentimos que nuestra conciencia queda a salvo y nada importan los cerditos, las gallinitas o las vaquitas.
El llamado arte culinario se basa entonces en un asesinato, cometido con toda clase de alevosías. Pero si el hombre civilizado arrebata la vida de un animal o de una planta y se come los cadáveres crudos, será señalado con el dedo como un monstruo capaz de bestialidades estremecedoras. Pero si ese mal salvaje trocea el cadáver, lo marina, lo adereza, lo guisa y se lo come, su crimen se convierte en cultura y merece memoria, libros, disquisiciones, teoría, casi una ciencia de la conducta alimentaria. Así escribe Vázquez Montalbán, no una, sino varias veces y de distinta manera en sus novelas, cuando teoriza o reflexiona acerca de la conducta humana, la sociedad y la cultura, siendo quizás la más nueva de sus disciplinas, la crítica gastronómica.
Igualito pensaba Max, aunque más desordenado y sin tanto florilegio lingüístico, tras leer una de las novelas de Vázquez Montalbán, “Milenium Viaje a Kabul” con una aventura más de Pepe Carvahlo y su escudero Biscuter, iba en el capítulo en que el protagonista da una extensa y bien documentada explicación acerca de la cocina hindú, específicamente la cocina del Raj, receta incluida, la cual transcribió con todo detalle en su cuaderno personal.
Max era chef, y ejercía su oficio como un sacerdocio. Un sacerdocio un tanto sacrílego, a decir verdad, pues sus patitas andariegas y sin destino lo llevaban a buscar aventuras y experiencias gastronómicas y en realidad, experiencias de toda índole en los extremos del continente: desde San Pedro de Atacama hasta la Patagonia, Buenos Aires, Lima o San Pablo, Quito o Isla Margarita, en Venezuela. Sus peripecias, en busca del grial de la gastronomía no lo dejaban quieto en ninguna parte. No bien había aprendido de los sabios de la cocina de algún pueblo, extraído el secreto culinario de alguna amable anciana a la que cargaba las bolsas de las papas, o intercambiado en alguna celebración o fiesta culinaria de fin de curso de estudiantes de gastronomía, recetas o trucos, con éstos o sus colegas, se marchaba raudo. Muchos tesoros llevaba ya en su mochila, en su libreta, en un pendrive que conectaba en algún cyber y luego vertía en su blog. Tesoros que, si fuese más ordenado podrían alcanzar, algún día, la forma de un libro. Eso, si la concreción de su soñado restaurante, le dejaba algún margen de tiempo para la escritura.
Max era eximio pastelero y panadero, como gustaba presentarse, aunque le hacía a todo, de todo quería aprender: desde fusión, cocina étnica o mediterránea, mexicana o japonesa, peruana o hindú. Atrincherado entre potajes y cazuelas, frasquitos con estragón, eneldo, Guayabita del Perú, ristras de ajos al cinto o alcachofas a guisa de lanzas. Así se lo encontraba casi siempre, sea en la cocina de turno o en el Mercado Principal al que acudía cada mañana. una construcción al estilo de los mercados ingleses, con escaleras a ambos lados que no se encuentran al llegar arriba y con pequeños locales de comida típica en el tercer piso. Esa construcción que siempre fue gris y ahora la Municipalidad, en un arranque de audacia pintó de rojo y amarillo pálido, data de comienzos del siglo XX.
En cierta ocasión, Max llegó de un viaje al litoral, trayendo en su morral unos cangrejos tan frescos, tan frescos que uno de ellos se había salido de su bolsa y trepado por el asiento del autobús y una pasajera se puso a gritar al verlo. Otro cangrejo corrió peor suerte pues fue aplastado por una bota, parece que otro fue capturado y uno no apareció más. Su relato constituía más un parte de guerra, entre muertos y desaparecidos, claro que los cangrejos supervivientes no tendrán mejor suerte, la olla los espera al final de la tarde para convertir su delicada carne en un pastel memorable. Max estaba rojo como un cangrejo y exhibe su menguado trofeo cangrejil que alcanzará apenas para elaborar ese plato con el que espera impresionar a la concurrencia de esa noche.
A su paso por el Perú, país de gran tradición culinaria, gracias a la mezcla de culturas, aprendió la elaboración del manjar blanco preparado con gallina deshilachada como hebras de azafrán, agua de rosas, leche de cabras, almendras y harina de arroz. Plato exquisito que en Lima recibe el nombre de Manjar real del Perú y en Arequipa, donde, según me cuenta, lo tiene prisionero una encantadora arequipeña, el de Manjar Blanco del Misti, en honor al volcán o nevado de esa ciudad. Este dulce, dice Max, se acompañaba de un chocolate tan espeso que la cuchara tenía que estar parada en medio de la taza.
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